“¿POR QUÉ ANÍBAL NO DESTRUYÓ ROMA?”.

Gabriel Roselló

Tercer día de agosto del año 216 a. C. El sol amanecía radiante sobre las planicies de la Península Itálica. Su luz resplandeciente iluminaba también el exquisito verdor de las tierras de Apulia, en el sureste, y a pesar de ello un lugar despertaba en la más desgarradora penumbra…

   Nos encontramos en el territorio restringido a un lado por el río Ofanto, que los latinos llamaban Aufidus, y al otro por la pequeña localidad de Cannas. Una rapaz carroñera alza el vuelo alertada por el hedor que como consecuencia del calor estival comienza a desprender el fruto de la muerte. A miles de pies sobre la superficie de la tierra puede contemplar la catástrofe. Tan sólo la barbarie humana podría haberle proporcionado tan inmenso festín. Millares de cuerpos yacen exánimes en la llanura. Son en su mayoría romanos, pero los hay también en número ingente de otras razas y naciones del mundo conocido. Las cifras barajadas por historiadores más célebres en asumir la cuestión no dejan lugar a dudas. El latino Tito Livio concluye que 45.000 guerreros de infantería, 2.700 jinetes con sus cabalgaduras, 80 senadores, 29 tribunos, 2 cuestores, e incluso uno de los dos cónsules, el patricio Lucio Emilio Paulo, se extendían sin vida en la llanura de Cannas tras su fracaso en la ofensiva del día anterior. Aún más funesto aflora el informe del ateniense Polibio, quien incrementa la cantidad de víctimas a 70.000. Quintiliano escribe que fueron 60.000. Apiano, 50.000. En realidad el dígito exacto no es relevante. Lo verdaderamente fundamental es que en Cannas este buitre puede contemplar la mayor derrota padecida por Roma desde su fundación, allá por el año 756 a. C. Más de quinientos años de historia, en su mayoría de gloria, para que un forastero arribado de tierras lejanas donde los rayos solares broncean las teces de los hombres, infringiese el más peligroso escarmiento a los soberbios descendientes de Marte.

   Aquel extranjero era nada menos que el célebre Aníbal Barca, cartaginés. Su fama en Roma había ido acrecentándose en los años preliminares gracias a sus triunfos sobre sus legiones en las batallas de Tesino (218 a. C.), Trebia (218 a. C.) y Trasimeno (218 a. C.). Era por ende vástago del glorioso general Amílcar Barca, una auténtica pesadilla para los generales romanos durante la I Guerra Púnica (264- 241 a. C.), y miembro ilustre de una de las más notorias familias de Cartago: los Bárcidas. Los romanos habían temido a Amílcar hasta el punto de otorgarle el sobrenombre de “el rayo” en virtud a la vivacidad manifestada en sus maniobras militares, y ahora recelaban aún más de su hijo, que ya había expuesto sus innatas dotes al mostrarse capaz de trasladar II Guerra Púnica (218- 202 a. C.) a los confines de la propia Roma después nada menos que de atravesar los implacables Alpes en pleno invierno del 219 al 218 a. C.

   Aníbal progresaba desde entonces por los dominios itálicos con el estruendo y la amenaza que suscitan los pasos de un gigante. Su patria, Cartago, se disputaba la preponderancia del Mediterráneo con la voraz Roma, y ahora, después de su magnífica victoria en Cannas, sus pies tenían vía libre para reducir al silencio todo lo que el hombre había edificado en el pomerium (recinto sagrado de la ciudad) que abrazaba las siete colinas. Muchos romanos cargaban ya sus enseres preparados para escapar de las garras del enemigo, otros se afanaban en disponer la defensa de las murallas y los sacerdotes brindaban exequias a las divinidades para aplacar su descontrolada ira. En las mentes de todos ellos retumbaba la cadencia de los cuernos de las tropas púnicas aproximándose para someterlos a un asedio tan atroz como el llevado por ese mismo enemigo sobre la ciudad de Sagunto, que, como todos recordaban, había conducido a sus habitantes a tomar el camino del sacrificio tras ocho meses de adversidades. Las mujeres lloraban con sus retoños en brazos, los hombres ceñían sus armas, y por encima de todo, un clamor enfermaba el fragor de sus corazones: Hannibal ad portas. Sin embargo, el púnico jamás alcanzaría las puertas de la ciudad. Dicen, eso sí, que en un alarde de altanería galopó raudo sobre su corcel hacia Roma, y una vez enfrente de sus murallas y elevó su espada como un conquistador ante las miradas atenuadas de sus ciudadanos. Pero nada más.

   Y he aquí dónde hallamos uno de los enigmas más colosales que se conocen. Quién sabe qué habría sucedido si Aníbal hubiese decidido tomar al asalto el centro de operaciones de su enemigo: la populosa Roma. No olvidemos que su ulterior superioridad en la II Guerra Púnica catapultaría a sus ciudadanos al dominio sobre el mundo mediterráneo, y por consiguiente, a su romanización. Nuestra civilización es, en parte, producto de su raíz cultural. Es posible que si Aníbal hubiera ganado aquella guerra, nuestros principios se hubieran desarrollado sobre las bases de su erudición semítica oriental. El propio Tito Livio asumía, con respecto a la derrota romana en Cannas que “su trascendencia habría sido mayor si el enemigo hubiera seguido adelante”. Por decirlo de alguna manera, lo que podría haber supuesto el sepulcro de Roma, acabó resultando su renacimiento.

   No hay duda de que después de Cannas Aníbal podría haberse lanzado sobre Roma como una fiera sobre su acorralada presa. En su camino no hubiese tropezado con barrera alguna. Con uno de los cónsules fallecido y otro aislado al sur, en la población de Venusia, miles de rehenes en su posesión, y unos aliados itálicos indiferentes a la suerte de los romanos, da la sensación de que el Bárcida hubiese logrado tomar al asalto la ciudad en un tiempo no excesivamente dilatado. Tal hecho se reafirma si tenemos en cuenta que por aquellas mismas fechas el principal socio de los romanos, Hierón de Siracusa, que amparaba el conflicto desde Sicilia, acababa de padecer un severo correctivo por parte de una flota cartaginesa, con lo que había quedado claramente interceptado. En estas circunstancias, ¿qué oposición se hubiesen encontrado los cartagineses en su marcha sobre Roma? La respuesta es que prácticamente ninguna. En la ciudad del Tíber únicamente permanecían esas milicias urbanas –constituidas básicamente por aquellos ciudadanos que aún no estaban capacitados para combatir en el frente, bien por su juventud, o bien por su senectud o cualquier otro tipo invalidez- comandadas por los pretores de la ciudad, que nada hubieran podido obrar contra un ejército profesional y organizado como el de Aníbal, que además gozaba de una moral henchida después de tan magnífico éxito y de tan grandioso botín. En efecto, los mercenarios habían aprovechado su triunfo para desvalijar a los cadáveres y saquear el campamento romano, como solía ser habitual en este tipo de situaciones.

   En este contexto, preguntarnos por qué motivo el Bárcida Aníbal decidió no aventurarse a la ocupación o destrucción de Roma en aquellos instantes parece algo muy natural. No se trata de una interrogación ni mucho menos ociosa, pues de ello, y aunque sus contemporáneos lo ignoraban por completo, dependía el futuro de nuestra civilización occidental.

   No obstante, y aún tratándose de un acontecimiento tan referido, todavía no existe quién haya encontrado esa declaración inapelable que dilucide completamente la cuestión. Tito Livio nos presenta a un Aníbal rodeado de sus oficiales y guerreros que le felicitan, quizá demasiado optimista después de la batalla Cannas. Así es que, en lugar de partir de inmediato hacia Roma, decide dar descanso a sus hombres. En este punto asoma la figura de uno de sus allegados, el comandante de caballería Mahárbal, quien, hablando probablemente  como lo habría hecho el propio Livio –su narración es absolutamente novelesca, especialmente en los fragmentos en los que se infieren diálogos-, se dirige a su general en jefe en los siguientes términos: “Al contrario –no des descanso todavía a los soldados-, para que sepas lo que se ha jugado en esta batalla, dentro de cinco días celebrarás un banquete en el Capitolio. Sígueme, yo iré delante con la caballería para que antes se enteren de que vamos a llegar”.

   La sentencia reproducida por el historiador latino: “dentro de cinco días celebrarás un banquete en el Capitolio”, ha quedado grabada en letras de oro en el relato de las Guerras Púnicas. Si en algún momento Cartago fue dueña de la situación y estuvo próxima a la victoria, no fue otro que aquel. ¿Era Aníbal consciente de ello? Se trata de un hecho verdaderamente incierto, sin embargo, los conocimientos que tenemos sobre este personaje, admirado por amigos y rivales, sugieren a todas luces que sí lo era. A pesar de su juventud –rondaba la treintena de años-, Aníbal era ya un general experimentado. Había sido instruido en el arte de la guerra desde su niñez. Era un entusiasta de las más famosas batallas que se habían librado hasta sus días; admirador de Alejandro III el Grande y del rey Pirro de Epiro, iba casi siempre acompañado por sus mentores e historiadores helenos: Sosilo, un griego nativo de la colonia sícula de Kale Akté, y Sileno, de la vieja Esparta. Sin duda el cartaginés era consciente de las consecuencias que el presumible sitio podría comportar para sus enemigos, y probablemente por este motivo a las tentaciones de Mahárbal respondió con una negativa. ¡No marcharía sobre Roma! Entonces, el oficial, extraordinariamente decepcionado, le amonestó con esta aseveración: “La verdad es que los dioses no se lo conceden todo a una misma persona. Sabes vencer, Aníbal, pero no sabes aprovechar la victoria”.

   Estos vocablos son formidablemente llamativos. De hecho, antes de iniciar su travesía hacia Italia, encontrándose aún en la ciudad de Cartago Nova (Cartagena), capital púnica en la Península Ibérica, narran las fuentes que Aníbal tuvo un curioso sueño. En el mismo, que tenía lugar en un territorio desconocido, los dioses se dirigían a él a través de un emisario que le ordenaba insistentemente no volver su mirada bajo ninguna circunstancia, lo cual nos remonta al famoso episodio bíblico de Sodoma y Gomorra, en el que la insensata esposa de Lot es transformada en estatua de sal por contravenir el mandato de Yahvé de no mirar atrás. Y así, el orgulloso cartaginés, contrariando igualmente advertencias similares, se giraba para vislumbrar a sus espaldas la destrucción de Italia. Su cuerpo no padeció ningún tipo de mutación, pero con ello la narración sugiere que las divinidades le habían querido mostrar el que debía de haber sido su destino. Aníbal, al desobedecerles, les habría ofendido, y por ello, aunque él era un acérrimo devoto del dios fenicio Melqart (relacionado con el Hércules romano), no podemos obviar las primeras palabras que Tito Livio pone en boca de Mahárbal: “los dioses no se lo conceden todo a una misma persona”. El escritor romano significa que fue su falta de fe lo que le llevó al fracaso. En cuanto a: “sabes vencer, pero no sabes aprovechar la victoria”, nos retrotrae a la existencia de un célebre general helenístico muy admirado por Aníbal: Pirro, rey de Epiro, quien en la guerra (281- 272 a. C.) que conllevó contra romanos y púnicos –por aquel entonces aliados- acabó derrotado aún habiendo vencido en todas las batallas excepto una. De ahí, como sabrán, la expresión “victoria pírrica”.

   Aún obviando la sentencia de Mahárbal, digna del relato novelesco de Tito Livio pero por todo lo demás improbable, debemos creer que Aníbal era plenamente consciente de tener la destrucción de Roma en sus manos. Tal vez no dispusiese del material de asedio adecuado para someter una ciudad ya muy desarrollada a un sitio prolongado, pero tenía otras ventajas. Para empezar, contaba con innumerables rehenes, personajes de renombre dentro de la sociedad romana, de los que podría haber sacado un buen pellizco, o bien intercambiado por material bélico. Sabemos incluso, que muchos de los opulentos de Roma estaban considerando seriamente la posibilidad de huir a algún reino helenístico y abandonar así a los suyos si a Aníbal se le pasaba por la cabeza la idea de acercarse al Capitolio. A todo ello podemos añadir el control provisional del escenario naval por parte de los cartagineses después de su victoria sobre Hierón de Siracusa. A decir verdad, el único territorio en el que los romanos combatían en igualdad de condiciones en aquellos instantes era lejana Hispania.

   Hay quien ha señalado que Aníbal no arrasó Roma merced a una simple valoración táctica. Arguyen estos autores que no quiso perder tiempo en un asedio prolongado cuando parecía más sencillo aislar esta ciudad del resto de toda Italia. Así, según esta tesis, el púnico pensó que le resultaría más beneficioso aprovechar el tiempo durante el que su enemigo permaneciese noqueado para convertirse en el señor de toda Italia y convertir a Roma en una simple provincia de la nueva capital que él mismo ya había ideado para este extenso territorio: la cercana ciudad de Cápua.

   Otro sector de la historiografía, poseedor de una mentalidad más romántica y tal vez más humana, alega, y valga como ejemplo el texto del escritor alemán Joachim Fernau en su novela “Ave César” (1975), que Aníbal Barca no devastó Roma simplemente porque él no era un destructor. El Bárcida quería aplacar a los romanos desmoronando las estructuras de su imperio territorial, liberando a sus oprimidos, y convenciendo a sus aliados para que se cambiaran de bando. Y es que, nunca un hombre tuvo tan a su alcance cambiar el destino de la humanidad.

   Fernau decía que “Aníbal jamás odió a Roma. Era su enemigo porque consideraba el brutal imperialismo romano como algo perjudicial para todo el mundo antiguo mediterráneo y porque despreciaba la falta de cultura de Roma, aquel pedazo de tierra donde no crecía más que el hierro.

   Con este corazón, Aníbal resultaba incomprensible incluso para los cartagineses; parecía más griego que semita. Los cartagineses eran más semitas que griegos, naturalmente. La misión que le encomendaron a Aníbal surgió del espíritu de ellos, no del de él. Roma les había cortado las arterias y debía ser destruida. Sicilia y Cerdeña debían ser devueltas a Cartago; la “pacífica” competencia económica, la coexistencia, debían recuperar su orden anterior al de la primera guerra.

   Aníbal lo comprendía perfectamente, pero su concepto de la “destrucción de Roma” era otro. No se puede arrasar una ciudad como Roma, no puede despreciarse así como la vida de doscientos mil seres humanos, no se puede erradicar una historia que ya tiene trescientos años.

   La idea de Aníbal, convertido en político por necesidad, era diferente. Quería romper el poderío militar de Roma en una serie de batallas abiertas; estaba convencido de poder hacerlo, como ya lo había demostrado en Trebia y en el lago Trasimeno. Su superioridad táctica era indiscutible. También había podido constatar una cosa: un ejército de “paisanos” (el romano), era técnica y atléticamente inferior a un ejército de profesionales (el suyo).

  Pero había un segundo objetivo que parecía a Aníbal igualmente importante, incluso decisivo: debía romper la cohesión del imperio, dividir la federación itálica, quitarles a los pueblos de Italia el temor hacia Roma y devolverles la independencia. Tenía la convicción de que todos lo estaban deseando. Pensó en los celtas, en los umbros, etruscos, samnitas, en las antiguas ciudades  griegas de Tarento y Siracusa; indudablemente, en una especie de imperio de Habsburgo, que se desmoronaría al dejar impotente a Roma. La propia Roma, la ciudad de Roma, la tierra del Lacio, tenía que sobrevivir. Él no era un exterminador”.

   Lo cierto es que las fuentes que escribirían sobre esta guerra fueron extremadamente crueles con el héroe de Cartago. Pero como suele decirse en estos casos: el único que prospera es el testimonio de los vencedores. Los puños de dos autores pro-romanos, Polibio y Cornelio Nepote, llegaron a redactar que, siendo Aníbal aún un niño, su padre Amílcar le ordenó jurar odio eterno a los romanos ante un altar dedicado a la máxima divinidad de los cartagineses: Ba’al Hammón, que se relacionaba con el Júpiter Óptimo Máximo de Roma. Las mismas calumnias extendieron las tintas de Valerio Máximo, según el cual durante esta misma época, observando Amílcar a sus hijos jugando a las peleas, habría exclamado: “¡He aquí los leones que he creado para la ruina de Roma!”. Pero nada más lejos de la realidad. Estas leyendas no expresan más que el miedo y el respeto que los romanos tuvieron durante toda su historia hacia el que fue su mayor ogro; su “Duque de Alba” o su “Barbaroja”. De hecho, los acontecimientos demuestran que los hermanos menores de Aníbal, Asdrúbal y Magón, como él mismo, combatieron única y exclusivamente por la supervivencia de Cartago, y jamás para el exterminio de su enemigo.

   Y en efecto, el tiempo demostraría que el Bárcida no fue un exterminador, ni mucho menos, y que si no redujo a polvo y cenizas a la “Ciudad Eterna”, es porque era un hombre culto y sabio. No puede ponerse en duda que aquello formase parte de un plan predeterminado para someter a sus enemigos al rango de provincia, pero parece claro que ni aún en el peor de los casos el más célebre de los púnicos habría actuado como posteriormente, durante la III Guerra Púnica (149- 146 a. C.), lo harían los romanos espoleados por el famoso discurso del político Catón el Viejo. Sus vocablos: “Ceterum, ceseo Carthaginem esse dependam (“Por lo demás, pienso que Cartago debe ser destruida”), acabarían desembocando en una confrontación desigual entre los dos eternos enemigos que provocaría la ruina de la ciudad de Cartago. Los romanos masacraron a la población, saquearon sus hogares, destruyeron sus edificios y templos, y sembraron de sal sus tierras para que nada volviera a crecer allí. Años después aquel territorio declarado maldito, ahora con el apelativo de Colonia Iulia, se convertía en la colonia más productiva de todas las de su Imperio Occidental.

Proyecto Clío