Te lleva a la página de inicio Aspectos insólitos del antiguo egipto:

Juan Baráibar


 

LOS SUEÑOS EN EL ANTIGUO EGIPTO

            Como no podía ser de otro modo, los antiguos egipcios compartieron con el resto de la humanidad la experiencia primaria de los ensueños. Y como casi todos los humanos mostraron hacia esas asombrosas y elusivas construcciones de la mente  una actitud interrogativa ¿de dónde proceden? ¿qué pretenden transmitir mediante un lenguaje que distorsiona el de la vigilia?. El libro de los sueños de J.L. Borges no recopila ninguno de los muchos documentados en la ingente memoria escrita del viejo Valle del Nilo, excepto aquéllos —testimonio indirecto— conocidos por la Biblia, cuando el hebreo José se libra de su inicua prisión gracias a su perspicacia para interpretar los sueños de Faraón.

            El sueño fue para los egipcios uno de los lugares marginales en los que se puede producir la intersección entre potencias trascendentes y simples mortales: es un espacio privilegiado para las teofanías en el que la divinidad manifiesta su voluntad. En un texto inscrito en piedra, conservado aún entre las garras de la gran Esfinge de Guiza nos ha llegado el curioso relato de un sueño del príncipe Tutmosis, que llegó a ser faraón, cuarto de este nombre, en la plenitud del Imperio Nuevo.


            Este joven, semejante en belleza a Horus, solía entretenerse en cabalgar en la zona de la meseta de Guiza, lanzando flechas contra leones, gacelas y dianas de cobre. Un día, a las doce de la mañana, el príncipe se refugió a la sombra de la colosal estatua que representa a la divinidad solar en forma de león con cabeza humana. El sueño se apoderó inmediatamente de él y en el ensueño pudo contemplar que el dios le hablaba con su propia boca como un padre habla a su hijo. La esfinge dotada de voz profetizó la futura gloria del príncipe como rey y señor de todo cuanto ilumina el ojo del Sol, augurándole al mismo tiempo gran poder, riqueza y longevidad. Finalmente la esfinge entonó un lamento: se encuentra en un triste estado de abandono, sufre en su cuerpo porque la arena del desierto poco a poco le va enterrando. Incluso los piadosísimos egipcios podían ser desidiosos en la conservación de esta colosal imagen de culto en la que se manifiesta ni más ni menos que el dios del Sol.

                 Conmovedor resulta este lamento, y es en definitiva muy significativo de la idea que los egipcios se hacían de sus propios dioses: su enorme poder no les exime de requerir de los humanos estas pequeñas atenciones, que son como un eco de agradecimiento a los desvelos que los inmortales muestran usualmente a los hombres. Por supuesto, Tutmosis IV, cuando se realizó la profecía del sueño de la esfinge, se ocupó diligentemente en retirar la arena de desierto que la cubría para que luciera espléndida en medio de la meseta de Guiza junto a las grandes pirámides que levantaron los soberanos de la gloriosa dinastía IV. Cubierta de arena —sólo emergía la cabeza— la volvieron a encontrar los pioneros de la egiptología durante el siglo XIX. Al retirarla, dice el gran egiptólogo A. H. Gardiner, la vieja esfinge “perdió bastante de su misterio”.

            El sueño que profetiza las hazañas de un rey es moneda común en las estelas conmemorativas de las victorias. Un rey de la dinastía XXV llamado Tanutamón, soberano de origen etíope, soñó una noche de su primer año de reinado con dos serpientes, una a la derecha y otra a la izquierda. Declarado el sentido del sueño éste era ni más ni menos que el rey se convertiría en el de todo Egipto, portando la doble corona, roja y blanca, del Alto y Bajo Egipto, enfrentándose para ello a los asirios que se enseñoreaban del norte del Valle del Nilo. El rey dijo: el sueño es verdad, útil para quien lo pone en su corazón y perjudicial para quien lo ignora.

            Los egipcios desarrollaron consecuentemente una ciencia de oniromancia que permitiera desentrañar las imágenes de los sueños para buscar su significado latente. Igual que en el psicoanálisis, ya percibían que los sueños no tienen un valor literal, sino que disfrazan o distorsionan realidades ocultas.

            Las arenas del desierto nos han librado al menos un manual de oniromancia redactado en época de Ramsés II, aunque el material en él recogido se remonta a épocas más antiguas. Los egipcios debieron practicar la adivinación por los sueños durante toda su historia.


            Los ejemplos que recoge el manual son juzgados previamente como de buen o mal agüero; en este caso “mal” aparece escrito con tinta roja. Luego se ofrece la pertinente interpretación:

              Si un hombre se ve a sí mismo en sueño, con la boca abierta: Bien, quiere decir que todo lo que tema lo solucionará dios. Cogiendo miel de la colmena con la cabeza cubierta: bien, quiere decir que dios le concederá algún bien. Con un arco en la mano: bien, le darán un encargo importante. Mirando un pozo profundo: MAL, quiere decir que irá a prisión. Comiendo algo que no le gusta: MAL, quiere decir que comerá sin darse cuenta algo que no le gusta. Haciendo el amor con su madre: bien, quiere decir que su familia estará muy unida a él.

 

            El texto es muy fragmentario y no son muchas las sentencias que nos han llegado completas. Nos quedamos sin saber por lagunas en el papiro que significa soñarse a uno mismo subido a un sicomoro. Dato curioso: el inconsciente egipcio tenía la impronta de asociar a los funcionarios con los cocodrilos, acaso por su común voracidad; soñarse “comiendo carne de cocodrilo: bien, quiere decir alimentarse con los bienes de un funcionario”.

            De época muy posterior, ya en los siglos II—III d. C. proceden algunas páginas de un libro de sueños  escrito en demótico (una evolución taquigráfica de los jeroglíficos). Un apartado destacado es el dirigido a interpretar los sueños de contenido sexual, cuando sueña una mujer que se acuesta con diferentes parejas:

 

              Si una mujer sueña que se casa con el que ya es su marido, le irá mal. Si se ve besándolo, tendrá preocupaciones.

Si se acuesta con un asno, será castigada por un gran pecado.

Si se acuesta con un macho cabrío, pronto morirá.

Si se acuesta con un carnero, el faraón le proporcionará beneficios.

Si se acuesta con un gato, tendrá mal destino.

Si se acuesta con un lobo, un artesano le proporcionará beneficios.

Si se acuesta con un león, verá cosas bellas...

 

            Y así sucesivamente con cocodrilo, serpiente, babuino, ibis y pez. Los significados son alternadamente negativos o positivos. Los siguientes acoplamientos oníricos tienen muy mal agüero: con otra mujer, con un sirio, con un libio y con un asirio. Por último, soñar una mujer que se acuesta con un desconocido significa que la buscarán sin encontrarla y con un hijo es premonición malísima para el hijo que tenga en la vigilia.


            Los sueños son por lo tanto un territorio “marcado”, distinto del común, en el que los dioses comunican su destino a los hombres, bien de forma manifiesta, bien de forma alegórica. Hay que hablar también de las pesadillas, enviadas también por los dioses como castigo o aviso.

                   Conservamos un magnífico relato de pesadilla en el antiguo Egipto. Se localiza entre los episodios de la vida del héroe novelesco Setne, escritos en demótico en época de la dinastía griega de los ptolomeos (cuyo último vástago fue Cleopatra). Este Setne es la recreación literaria tardía (época grecorromana) de un personaje histórico, un hijo de Ramsés II ilustre por su afición a la magia y a la sabiduría. El episodio en cuestión es un mal sueño inducido por Thot para castigar a Setne por haberse procurado un libro secreto sobre el que pesa un fuerte tabú.

        Setne soñó un día que paseando por la avenida del templo de Ptah en Menfis encontraba a una mujer bellísima. El deseo de poseerla le inflama y sin rodeos se dirige a ella para proponérselo a cambio de diez monedas de oro. Ella responde:

 

   —Soy una sacerdotisa, no una cualquiera. Si quieres hacer conmigo lo que deseas, ven al templo de Bastet, a  mi casa donde hay todo ajuar, y harás lo que deseas conmigo sin  que nadie del mundo me encuentre. No me comporto como una plebeya  en la calle. Setne dijo: es justo, y no dudó en ir al templo de Bastet. Encontró una casa muy alta con un  muro alrededor, que tenía un jardín al norte y un embarcadero a la entrada. Setne preguntó: ¿De quién es esta casa?. Le dijeron: Es la casa de Tabubu.

                Setne atravesó la puerta y dirigió la vista a la casa del  jardín. Avisaron de esto a Tabubu, y ella bajó, tomó la mano de  Setne y le dijo:

—¡Por la salud de la casa del profeta de Bastet, señora de  Anejtauy, a la cual has llegado! ; me será muy agradable que subas  conmigo.

                Setne subió la escalera de la casa junto a Tabubu, hasta  alcanzar el piso superior de la casa, que estaba limpio y regado  con agua, y su pavimento regado era de auténtico lapislázuli y   de  auténtica malaquita. Allí había muchas camas cubiertas de  tela preciosa y sobre la mesa había muchos vasos de oro. Pusieron incienso en el quemador y llevaron ungüento del que usa  el faraón. Setne pasó un día feliz con Tabubu, pero no veía aún  su aspecto. Setne dijo a Tabubu:

 —Hagamos aquello por lo que hemos venido aquí.

                Ella le dijo:

—Estás próximo a satisfacer tu deseo, pero yo soy una sacerdotisa, no una mujer  cualquiera. Si quieres hacer conmigo lo que ansías, me tienes que  hacer un escrito de alimentos y una cesión de todo cuanto  poseas.

                Él dijo:

   —¡Que traigan un escriba de la escuela!.

                Lo trajeron inmediatamente y Setne le hizo redactar un  escrito de alimentos y una cesión de todo cuanto poseía. Avisaron a Setne:

   —Tus hijos están abajo

                Él dijo:

 —Hacedlos subir

                    Entonces Tabubu se levantó y se vistió con un vestido de tela  preciosa; a través del cual Setne podía ver todos sus miembros.  El deseo que sentía se hizo mayor que antes. Setne dijo:

 —Tabubu, permite que haga aquello por lo que he venido aquí. Pero ella dijo:

 —Estás próximo  a satisfacer tu deseo, pero yo soy una  sacerdotisa, no una mujer cualquiera. Si quieres hacer conmigo lo que ansías, deberás hacer que tus hijos firmen mi documento para  que no lleguen jamás a litigar con mis hijos por tus bienes. Setne hizo subir a sus hijos y les hizo firmar el documento.


Entonces Setne dijo:

 —A ver si puedo hacer aquello por lo que he venido aquí

                   Pero ella le dijo:

  —Estás próximo a satisfacer tu deseo, pero yo  soy una  sacerdotisa, no una mujer cualquiera: si quieres hacer conmigo lo  que ansías, deberás hacer que maten a tus hijos, para que no  lleguen jamás a litigar con mis hijos por tus bienes.

                 Setne dijo:

  —Que les hagan la atrocidad que te ha venido a la mente. Mataron a sus hijos delante de él y les arrojaron a la calle  desde la ventana, a los perros y a los gatos, para que comieran  sus cadáveres, y él lo oyó mientras bebía con Tabubu.

                 Entonces dijo Setne:

 —Tabubu, hagamos aquello por lo que hemos venido aquí; he  hecho todo lo que has dicho.

                 Ella le dijo:

 —Ven a esta habitación.

                Setne fue a la habitación y se tumbó en una cama de marfil y  ébano y su deseo hallaba cumplimiento: Tabubu se acostó junto a  Setne, y él alargó el brazo para tocarla. Pero entonces ella  abrió su boca hasta el suelo con un gran grito y Setne se  despertó como si estuviera dentro de un horno.

 

                 Merecería figurar este pasaje en el canon de excelencias de la literatura universal. Pocas veces se ha logrado reflejar con tanta precisión la lógica dilatoria de ciertos sueños. Borges, en un sueño del preconsciente, lamentaba no poder soñar un tigre (no cabe duda de que el pudibundo autor de El hacedor disfrazaba de tigre otros cuerpos). El deseo de Setne tampoco acaba de cumplirse y los obstáculos se presentan y se resuelven fulminantemente: de repente, he aquí los hijos de Setne, un poco más adelante helos devorados por perros y gatos.

      En fin, los lectores del best seller de Mika Waltari habrán reconocido en la criminal sensualidad de la soñada Tabubu el modelo de aquella Nefernefernefer que trae por el camino de la amargura a Sinuhé, el egipcio.

 

LA CELEBRACIÓN DEL AMOR

 

            En el Imperio Nuevo y la época Ramésida se puso de moda la  poesía de tema amoroso. Todos los egiptólogos han contemplado  estos pasajes literarios como algo particularmente delicado  dentro de las frecuentes bellezas que nos proporciona el Valle  del Nilo: Gilbert encuentra en ellos “el encanto del frescor bajo la luz del sol”. Es muy fácil identificarnos también con los sentimientos que se manifiestan en los poemas egipcios mediante  recursos retóricos que se han revelado inagotables en todas las  literaturas antiguas y modernas. Veamos.

            Nos han llegado unas pocas series de poemas, con unidad  temática y estilística. Por otro lado, también  disponemos de algunos poemas dispersos, copiados  fragmentariamente en óstraca. Una de las colecciones más  interesantes se encuentra en el papiro Chester Beatty I, bajo el  título de Inicio de las palabras de la gran alegría del corazón.

            Se trata de un conjunto de siete estrofas (o mejor “estancias”, traduciendo la metáfora que también en egipcio  denomina “casas” a estas agrupaciones de versos) en los que se  expresan los sentimientos de un amado y una amada: alabanzas,  ansiedad por el encuentro, desesperanza por la separación, etc.

            Cada estancia contiene un bonito juego de palabras, consistente  en una homofonía entre la palabra que abre y cierra todas las estrofas y el ordinal de éstas:

Estancia 1ª:  la única... (idea de unicidad)

Estancia 2ª:  mi amado... (literalmente "hermano" o "com­pañero", palabra vinculada etimológicamente  con “dualidad”, número dos).

Estancia 3ª:  espera... (verbo homófono en egipcio con “tres”)

Estancia 4ª:  galopa mi corazón... (literalmente, “marchar a cuatro patas”

Estancia 5ª:  adoro... (verbo homófono con “cinco”)

Estancia 6ª:   pasé... (verbo homófono con “seis”)


Estancia 7ª:   han pasado siete días...

      La descripción de las bellezas de la amada sólo tiene parangón con la naturaleza:  es como una estrella refulgente... cabellos como el lapislázuli... sus brazos superan el oro... los  dedos son capullos de loto... (estancia 1ª). Las estancias  siguientes expresan insuperablemente el conflicto de la amada  entre el pudor, el deseo del encuentro amoroso y la incertidumbre  ante los sentimientos del amado. Posteriormente se hacen las  alabanzas a la diosa Hathor “la dorada”, para que propicie el  amor  (estancia 5ª). En la 6ª la amada cobra ánimos al haber  entrevisto a su amado, sentado con su madre y sus hermanos, a  través del portón abierto de su casa, al mismo tiempo que ha  sentido la mirada de él sobre ella. En la última reaparece el  amado (que era el narrador en la primera) que se siente enfermo  porque ha pasado siete días sin ver a la amada: ni la magia ni la medicina le sirven, sólo el reencuentro con la amada le puede  curar inmediatamente.

            Este tópico reaparece en el sexto poema de la colección de  ocho (conservados) recogida en el Papiro Harris 500:

      Iré a acostarme a mi casa,

     fingiré estar enfermo.

     Entonces entrarán mis vecinos

     para verme,

     y con ellos mi amada.

     Ella hará inútiles a los médicos

     porque sabe cual es mi enfermedad.

 

      Podríamos titular esta serie algo así como Lo que se hace  por amor. Por ejemplo, en el séptimo poema el “amado” quisiera rebajarse a ser el simple portero de la mansión de la amada para  dejarse dominar por ella:

    provocaría que se enfadara conmigo,

     oiría su voz cuando esta enfadada,

     como un niño, temeroso de ella.

 


            En el tercero  es la “amada” la que no está dispuesta a  abandonar su amor, aunque la arrojen hacia Siria, con bastones y  palos; hacia Nubia, con ramos de palma; hacia los confines del  desierto, con golpes o hacia las orillas del mar con látigos: en  definitiva, los cuatro puntos cardinales y las fronteras del  Egipto de los faraones.

            En otros poemas encontramos de nuevo el deseo de  humillación, como en  los recogidos en el Ostracon 25218 del Museo del Cairo: el amado se conforma con ser el lavandero de la  ropa de la amada,

      Ojalá yo fuera, durante un mes, el que lava

      los vestidos de mi amada;

      me complacería en tener la ropa

 

      que toca su cuerpo...

 

            El amado también desearía a degradarse a ser la sirvienta  nubia del servicio personal de la amada, y así poder contemplar  el color de todos sus miembros; o convertirse en el anillito   de su dedo para siempre estar cerca de ella.

                  Precisamente el fetichismo es tema frecuente en los poemas  amorosos. Puertas y cerrojos, que sirven tanto para aproximar a los amantes como para separarlos, adquieren una especial connotación simbólica:

      Pasaba de noche junto a su casa.

     Llamé, nadie abrió

     ¡feliz noche para nuestro portero!

     Puerta, ábrete

     cerrojo, sé mi destino

     porque eres mi genio favorable:

     en casa te será sacrificado nuestro toro,

     cerrojo, no ejerzas tu poder.

     A la puerta, se sacrifirá un toro

     a la cerradura, un toro montaraz

     al umbral, un oca

     a la llave, ofrendas de grasa.

     Todos los despojos escogidos de nuestro toro

     son para el hijo del carpintero,

     para que nos haga una puerta de cañas

     y un cerrojo de paja,

     y cuando llegue en cualquier momento el amado

     encuentre la puerta abierta

            El contenido erótico no es siempre tan críptico: no faltan  los poemas explícitos, como aquel en el que la amada avisa al  amado que no le rechazará, si desea acariciar su seno y sus muslos. Luego, ante la prisa de él por marcharse,

    ¿Te vas porque tienes hambre?,

     ¿Te vas porque tienes sed?

     ¡Toma de mi pecho!


     Desbordará para tí su contenido.


 

     P. Gilbert comentaba estos poemas como imágenes de un mundo puro, sin sombra de pecado. Ingenuo como la muchacha que se baña con un traje finísimo y emerge jugueteando con un pez rojo entre los dedos:

     Haz dulce meterse en el agua,

     para bañarme delante de tí.

     Dejo ver mi belleza

     con un vestido de seda finísima (...)

     entro en el agua contigo,

     y, por tu amor, salgo con un pez rojo.

     Está tranquilo entre mis dedos,

     lo pongo  en mi pecho

     Oh, amado mío, ven y mira.

 

            En definitiva, también en el lenguaje poético encontramos motivos para sentir simpatía por los antiguos egipcios, como si  los milenios transcurridos no pudieran borrar el hecho de que el  género humano es uno, y ahora como hace tres mil años el  pensamiento analógico permite a cualquiera comprender que es  posible emborracharse sin alcohol o que la huida de una gacela  evoca el apremio por el encuentro de los amantes:

     Ojalá llegues veloz a tu amada,

     como una gacela que huye en el desierto,

     con los pies heridos, fatigados sus miembros,

     el pecho temeroso,

     perseguida por cazadores y perros:

     pero no ven más que su estela de polvo.

     Cuando la beso

     y sus labios están abiertos,

     estoy ebrio

     sin necesidad de cerveza.

 Proyecto Clío

 BARÁIBAR, J. Personajes insólitos del Egipto faraónico. Temas de Hoy, Madrid 1998.