Te lleva a la página de inicioLA APORTACIÓN DEL EXILIO REPUBLICANO ESPAÑOL AL CINE MEXICANO

  Juan Rodríguez

GEXEL - Universitat Autònoma de Barcelona

REDER. Red de Estudios y Difusión del Exilio Republicano

 

 

La obra de los exiliados republicanos de 1939 se mueve, generalmente, en una doble disyuntiva, entre la nostalgia de la España perdida, de aquella utopía de libertad y justicia que se derrumbó por la fuerza de las armas, y la necesidad, conforme se iban diluyendo la esperanza de un pronto regreso, de vincularse, de entregar toda su valía, a esa nueva patria que generosamente los había acogido. Es una obra, la de los exiliados, a la que le ha sido arrebatado su público natural –que sólo después de 1975, y aún con muchas dificultades, empieza a recibirla--  y que debe, si no quiere verse condenada al vacío, buscar ese nuevo público de adopción.

He dicho generalmente porque quizás el cine sea una de las pocas excepciones a esa circunstancia. Su peculiaridad como creación colectiva y su mayor dependencia de una industria y un mercado hacen del cine un arte poco propicio para la nostalgia del exiliado y le obligan a adaptarse, desde el primer momento, a las exigencias del público mexicano. De ahí que no podamos hablar, en rigor, de un “cine exiliado”, o, menos aún, de un “cine español en el exilio”, y que sea más correcto referirse a la aportación de aquellos exiliados a la industria cinematográfica mexicana. Porque, en realidad, la nostalgia o la problemática del exilio tan solo aparecen en dos de los innumerables filmes que realizaron o en que trabajaron los españoles exiliados. El primero de ellos, La barraca (1944), fue, significativamente, realizado por un director mexicano, Roberto Gavaldón; el otro, En el balcón vacío (1962), de José Miguel García Ascot, ni siquiera se estrenó en el circuito comercial mexicano. De ellas hablaré más adelante. Pero antes de entrar en detalles sobre la producción de los cineastas transterrados en México, conviene delimitar con precisión el ámbito de trabajo.

Los hombres y mujeres del cine español fueron, en el primer tercio del siglo, artistas muy viajeros. La realización de las versiones españolas en Hollywood o la floreciente industria de algunos países latinoamericanos como México provocó la temprana emigración de un buen número de actores, directores y técnicos. Es muy frecuente que los estudios acerca del cine que realizaron los españoles en México no distingan demasiado entre exiliados y emigrados. Estas páginas, que forman parte de un intento de reconstrucción de la cultura del exilio republicano español, se centrarán exclusivamente en aquellos profesionales que, por pertenecer al bando de los vencidos, tuvieron que abandonar forzosamente España al concluir la contienda o que, habiéndolo hecho, por diferentes circunstancias, antes de finalizar la guerra, se vieron imposibilitados al concluir la misma para regresar a su país debido a su notorio compromiso con la República.

Excluiré, pues, casos un tanto peregrinos y casi rocambolescos como el de Francisco Elías –a quien José de la Colina considera, paradójicamente, “exiliado de simpatías franquistas” [«Los transterrados…», pág. 672]--, pionero del cine sonoro español, que dirigió, pese a su clandestina militancia falangista, algunas películas producidas por la CNT y la Generalitat de Catalunya en la Barcelona republicana, que se marchó en 1938 a México por cuestiones personales y que, tras permanecer en aquel país diez años, regresará a la España franquista sin más contratiempo que el olvido de su condición de pionero; o el de José Díaz Morales, emigrado a México al iniciarse la Guerra Civil, que no tuvo ningún impedimento político para regresar a España en los cuarenta y rodar películas como Paz (1948) o El capitán Loyola (1949) –adaptación de El divino impaciente de Pemán--, aunque con posterioridad siguiera trabajando en el cine comercial mexicano. Otro tanto cabe decir de los muchos actores que acudieron, a lo largo de los años treinta, a Hollywood para interpretar las versiones españolas de los filmes norteamericanos que allí se realizaban y que buscaron nuevos públicos en las florecientes industrias de México y Argentina; o de aquéllos que, simplemente, prefirieron, ya durante la contienda, alejarse de su país para regresar años más tarde en circunstancias más favorables. Exclusión que no supone un menosprecio apriorístico de la labor de aquellos emigrados, sino que se fundamenta en la necesidad de delimitar el terreno que estas páginas imponen, y que obligan a dar prioridad a la tarea que, como ya he mencionado antes, me compete.

Voy a centrarme, fundamentalmente y por razones de economía, en escritores --algunos de los cuales también tuvieron un alto grado de profesionalización en la industria cinematográfica-- y realizadores, si bien aparecerán también referencias a aquellos actores, técnicos y músicos más significativos por su obra o por su circunstancia vital en relación al exilio. Dejo de lado la llamada “segunda generación”, es decir, la de aquéllos que, hijos de españoles refugiados, nacieron ya en México y no vivieron por tanto, con más o menos consciencia --hay que recordar que algunos de estos transterrados llegaron a América con pocos años y de la mano de sus padres-- el desgarro del exilio. No voy, por razones obvias de espacio, a ser exhaustivo ni en la nómina ni en la obra de aquellos desterrados: remito a la bibliografía que se halla al final para una ampliación de la misma.

 

El contexto

En 1946, en su primera convocatoria, la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas otorgaba diez  premios Ariel a una película de un más que evidente color español; se trata de La barraca (1944), adaptación de la novela homónima de Vicente Blasco Ibáñez, dirigida por Roberto Gavaldón. Tres de esos galardones premiaron el trabajo de españoles exiliados (Coactuación Masculina, a José Baviera; Adaptación, a Libertad Blasco Ibáñez y Paulino Masip –aunque éste no figurara en la nómina de los premios--; y Escenografía, a Vicente Petit y Francisco Marco Chillet ), aunque en la película trabajaron algunos más (los actores Anita Blanch, Amparo Morillo, Luana Alcañiz y Micaela Castejón), por lo que Román Gubern [Cine español en el exilio, pág.15] la señala como ejemplo de la “tendencia a la agrupación solidaria” de los exiliados españoles en la industria cinematográfica y subraya que la realización de dicha película constituyó “un verdadero acto de afirmación política”, pues de ella se hizo, en un exceso de optimismo muy propio de esas fechas, incluso una versión en valenciano para su pronto estreno en España. Pero, sin duda, lo que sí representa dicha película es el primer reconocimiento oficial de la industria cinematográfica mexicana a la aportación de aquellos españoles transterrados. El contacto entre las dos primeras cinematografías del mundo hispano se reconocía fructífero, aunque no siempre fue un camino de rosas.

El cine español anterior a la derrota republicana de 1939 es un cine emergente que, tras haber superado el trauma que supuso la incorporación del sonido a principios de la década, había encontrado un fructífero camino de desarrollo industrial. Si en 1935 España se situaba a la cabeza de la producción en lengua castellana con cuarenta y cuatro películas producidas, el terremoto de la Guerra Civil asestó un fuerte golpe a esa industria floreciente y al año siguiente ese número se reduce a diecinueve, muchas de ellas inconclusas o no estrenadas. Los historiadores cifran en cerca de un centenar el número de profesionales del cine –entre actores, directores y técnicos—que abandonó el país después de la guerra y atribuyen a esa diáspora la baja calidad del cine español de postguerra. Aquellos exiliados recalaron fundamentalmente en Argentina y México, donde encontraron el calor de la lengua compartida, una acogida relativamente favorable y una industria en crecimiento.

El cine mexicano, por su parte, experimentará durante la década de los cuarenta un firme proceso de expansión que lo convertirá en la primera industria cinematográfica de América Latina. Tras algunos éxitos en los primeros años veinte, a partir de 1925 la producción había descendido prácticamente a cero engullida por el auge de los estudios de Hollywood, para volver a renacer a mediados de la década siguiente. En 1934, la industria mexicana compartía con la española el liderazgo –que va a mantener, con altibajos y en dura competencia con la argentina, en los años cuarenta-- del mundo hispano, con una producción de veintitrés cintas cada una. En 1935 el gobierno de Cárdenas crea la productora Cinematográfica Latino Americana S. A. (CLASA), a la que dota de unos estudios equipados con la tecnología más moderna, y en 1939 impone a las salas de cine una cuota de exhibición de un mínimo de una película mexicana al mes; ese mismo año se inauguran los Estudios Azteca, los mayores y mejor dotados del país. Durante la década de los cuarenta la producción se multiplicará por seis, se triplicará el número de cines y la asistencia de público se aproximará a las medias europeas. Los gustos de ese público se inclinan fundamentalmente por el melodrama, la comedia y el género «ranchero», de calidad muchas veces más que discutible. La creatividad de los cineastas españoles exiliados –como, por supuesto, la de los propios mexicanos—hubo de someterse con mucha frecuencia a las exigencias del mercado, con unos resultados que a veces no están a la altura de su talento. A su llegada los refugiados españoles se encontraron, pues, con una industria en plena expansión capaz de absorber, aunque no sin problemas, a un buen número de profesionales que enriquecerían con sus aportaciones el ya de por sí floreciente cine mexicano.

Sin embargo, no todos vieron con tan buenos ojos el desembarco de unos profesionales cualificados que podían suponer una competencia añadida a la ya existente en el cine mexicano ese momento de desarrollo industrial. Los sindicatos profesionales se aprestaron a defender los derechos de sus representados y el de actores, por ejemplo, impuso, a propuesta de Jorge Negrete, un máximo del treinta y cinco por ciento de intérpretes extranjeros en la producciones mexicanas. En 1944 el sindicato de la producción (STPC) vetó a Carlos Velo como director de Entre hermanos, película basada en una novela de Mauricio Gamboa, que Velo había escrito en colaboración con Mauricio Magdaleno y Emilio Fernández, y que, finalmente, fue dirigida por el mexicano Ramón Peón. No es demasiado infrecuente, en esos primeros años cuarenta, encontrar a algunos exiliados trabajando bajo seudónimo, o colaborando en películas en las que su nombre ha sido omitido de los títulos de crédito. Esos contratiempos provocaron que, a medio plazo, la mayor parte de aquellos profesionales solicitaran la nacionalidad mexicana, hecho que si, por un lado, constituía el amargo reconocimiento de la perpetuación de su condición de exiliados, por el otro fue también un gesto de generosidad hacia la nación que los había acogido. Los cineastas republicanos españoles pasaron así a enriquecer el cine mexicano.

 

El cine republicano en el exilio

A pesar de ser el cine, por aquel entonces, un arte relativamente joven,  no pocos de aquellos exiliados llegaron a México con un bagaje e incluso un prestigio profesional que allanaba el camino a su incorporación a la industria mexicana. Muchos de ellos crecieron y maduraron como cineastas en México; algunos no pudieron adaptarse a la nueva situación y el exilio supuso para ellos una jubilación más o menos anticipada.

Durante el primer tercio del siglo, en España, la irrupción del cine había llamado la atención de los sectores intelectuales más inquietos. La juventud literaria de los años veinte y treinta se interesó por ese nuevo prodigio, escribió acerca de él e, incluso, hizo algunas incursiones en ese terreno artístico que, ya durante la guerra, se convirtió, además, en un efectivo medio de combate y propaganda.

Entre estos últimos se encuentra el escritor Max Aub (1903-1972), que había escrito ocasionalmente sobre cine durante los años treinta y que en 1939, poco antes de finalizar la contienda, tuvo la oportunidad de colaborar con Malraux en la realización de Sierra de Teruel (adaptación de la novela L’espoir). Fue un auténtica prueba de fuego pues Aub, además de traducir el guión y adaptar los diálogos, ejerció en la práctica de asistente de Malraux, de ayudante de dirección, de productor, de ayudante de montaje, e incluso prestó su voz a uno de los personajes. Tal experiencia le fue reconocida al escritor –que había solicitado su visado para México en 1939 poniendo Sierra de Teruel como pretexto-- cuando, después de pasar por varios campos de concentración en Argelia y Francia, se instala definitivamente en México en 1943 y ejerce, hasta 1951, como profesor de teoría y técnica cinematográfica en el Instituto Cinematográfico de México; en 1948 será nombrado asesor técnico de la Comisión Nacional de Cinematografía de la Secretaría de Gobernación, cargo que desempeña hasta el año siguiente, y entre 1950 y 1951 formará parte de la Comisión Técnico-Literaria del Banco Nacional Cinematográfico.

Pero su aportación al cine mexicano será más patente en la veintena larga de películas en las que colaboró, fundamentalmente como guionista y dialoguista. Desde el mismo año de su llegada, fecha en que firma el guión de Distinto amanecer (1943), de Julio Bracho –adaptación de su drama La vida conyugal--, hasta 1954, cuando escribe con Mauricio de la Serna el guión de La desconocida, de Chano Urueta, los trabajos de Max Aub para el cine se suceden sin interrupción, urgidos por la necesidad de ganarse el pan, apegados a las exigencias de la industria y con una transposición en imágenes que no siempre está a la altura de su talento literario; y cuando lo estuvo, como en el caso de Los olvidados (1950), de Buñuel, en cuyos diálogos colaboró el escritor, tuvo la desgracia de ser “olvidado” de los títulos de crédito. Merece la pena destacar, entre todas aquellas colaboraciones para el cine, el guión de El globo de Cantolla (1943), basado en un argumento de Alberto Quintero Álvarez y con la colaboración como dialoguista de Eduardo Ugarte, exitosa comedia dirigida por Gilberto Martínez Solares; el de La monja alférez (1944), de Emilio Gómez Muriel, también en colaboración con Ugarte, uno de los primeros éxitos de María Félix; de Sinfonía de una vida (1945), de Celestino Gorostiza; de La viuda celosa (1945), de Fernando Cortés (adaptación de La viuda valenciana de Lope de Vega); de El charro y la dama (1949), de Fernando Cortés, adaptación de La fierecilla domada de Shakespeare; o de Cárcel de mujeres (1951), de Miguel M. Delgado, entre otras muchas.

No voy a entrar en el tema de la influencia que pudo tener el cine en la narrativa de Max Aub, y que queda patente en ese híbrido de narrativa y cine que es la cuarta novela de la serie El Laberinto Mágico, Campo francés (1965). Sin embargo sí que merece la pena destacar que su interés por el cine no concluye cuando Aub deja de escribir para el mismo: En  1949 había traducido y publicado el guión de René Clair El silencio es oro (Le silence est d’or), llevado a la pantalla en 1947; en 1965 forma parte del jurado del Festival Internacional de Cannes; en 1968 publicó el guión de rodaje de Sierra de Teruel; y, finalmente, uno de los últimos proyectos de Max Aub fue la elaboración de una biografía novelada, o novela autentificada a la manera de su Jusep Torres Campalans, sobre su amigo Luis Buñuel y que había de titular Luis Buñuel: novela. Aub grabó varias entrevistas con el director aragonés y con un buen número de amigos y colaboradores de éste. Al morir el escritor dejó más de cinco mil páginas de ese proyecto, que sólo ha visto la luz parcialmente en una selección realizada por Federico Álvarez, Conversaciones con Buñuel (1985). La mala salud le impidió, en 1972, debutar como actor con un pequeño papel en El discreto encanto de la burguesía de Buñuel.

También algunos de los pioneros de la crítica cinematográfica en España durante los años treinta continuaron dedicados al cine en su exilio mexicano. Es el caso, por ejemplo, del periodista Mario Calvet, que había sido crítico cinematográfico de Radio Associació de Catalunya y de L’Instant (1935), traductor de artículos de cine de la agencia United Press y jefe de publicidad de Cinaes (1928-1936). Durante la guerra fue miembro del Comité de Cinema de la Generalitat y llegó a ser vicepresidente de la Asociación de Periodistas Cinematográficos (1936). En su exilio mexicano ejerció la crítica de cine y escribió algunos guiones. O el de Antonio Suárez Guillén (1895), actor ocasional, corresponsal en Madrid de la revista barcelonesa Popular Film antes de la guerra y, ya en  México jefe de publicidad de varias productoras (Panamerican Films, Filmadora Chapultepec y Suevia Ultramar Films) además de guionista ocasional.

 

Entre los directores que contaban con una nutrida experiencia profesional al llegar a México se encuentra el grupo de documentalistas que habían trabajado al servicio de la República, y, al frente de ellos, el biólogo Carlos Velo (1909-1988). Éste, fundador del Cine Club de la FUE, se había iniciado en el cine al realizar un film en 16 mm. sobre la vida de las abejas que ilustraba su tesis doctoral, y se consolidará como uno de los documentalistas más importantes del cine español en trabajos como La ciudad y el campo (1935), Almadrabas (1935), Galicia y Compostela (1935), Infinitos (1935), Tarraco Augusta (1935), rodados para CIFESA en colaboración con Fernando G. Mantilla. En su exilio mexicano sigue ejerciendo la biología como titular de la cátedra de ciencias naturales de la Academia Hispano-Mexicana, labor que alterna con su afición a la cámara: aunque no pudo, como ya he comentado, por problemas sindicales, debutar con la dirección de Entre hermanos (1944), se asocia a Barbachano Ponce, con quien funda las productoras EMA y Teleproducciones, y realiza los noticiarios semanales Noticiario Mexicano EMA, Cámara, Cine Verdad y Tele Revista. Participó muy activamente (como adaptador, guionista --con García Ascot--, supervisor de rodaje y montador; José de la Colina [«Los transterrados…», pág. 667] le considera “coautor” de la cinta) en una de las películas centrales del cine mexicano de los cincuenta, Raíces (1953), de Benito Alazraki, que fue reconocida por la crítica en el Festival de Cannes, donde se proyectó precedida por un documental dirigido por el propio Velo, Tierra Caliente.

Precisamente con Cesare Zavattini, que visita México en 1955, escribió las tres historias que debían componer México mío, proyecto que no llegó a realizarse. Por esas mismas fechas, Velo trabaja en la que será su película más importante, un documental sobre el torero Juan Procuna, Torero (1956), mezcla de documental y película de ficción que, con gran éxito de público y de crítica, se convertiría en pionera del cinéma-verité en la cinematografía mexicana. Fue director de producción de Nazarín (1958) de Buñuel, y de las Sonatas (1959) de Bardem. Ya en los años sesenta adaptará, con Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, un relato de Juan Rulfo que se convertiría en El gallo de oro (1964), dirigida por Roberto Gavaldón, y se propone la ardua tarea de escribir, junto con Carlos Fuentes y Barbachano Ponce, y dirigir una versión de Pedro Páramo (1966) que tuvo muchos problemas con la censura y fue un rotundo fracaso económico. Realiza algunas películas comerciales de escasa entidad (Don Juan 67, 1967; Cuatro de chocolate y uno de fresa, 1969; Alguien nos quiere matar, 1970; y El medio pelo, 1971) y se dedica a la producción de documentales desde una empresa creada con su esposa Angélica Ortiz; a principios de los setenta, una vez disuelta la asociación profesional y sentimental con su mujer, dirigirá el Departamento de Producción de Documentales de los Estudios Churubusco, y desde 1975 el Centro de Capacitación Cinematográfica.

Peor suerte tuvieron, sin embargo, otros documentalistas que se destacaron durante la República y la guerra. El colaborador de Velo, Fernando G. Mantilla, crítico habitual de la revista Nuevo Cinema, después de mostrar en sus trabajos durante la guerra su lealtad a la República y de colaborar en los Servicios de Cine de la Subsecretaría de Propaganda, de ocupar el cargo de Secretario General de la Federación Catalana de Espectáculos Públicos y de participar en el proyecto de Sierra de Teruel, no volvió a trabajar en el cine tras instalarse en México. Otro tanto ocurrió con Juan Manuel Plaza, crítico de Nuestro Cinema y notable documentalista de guerra, cuya única aportación al cine en México fue la representación artística de Sara Montiel cuando ésta visitó el país en 1950; y con Ángel Villatoro, realizador varias películas de propaganda para la productora Film Popular, que ejerció ocasionalmente como argumentista en el cine mexicano.

Otros, por el contrario, tuvieron la posibilidad de desarrollar su talento en el país que los había recibido. El escritor Eduardo Ugarte (1900-1955), que fundara con García Lorca el grupo La Barraca, había trabajado, entre 1930 y 1932, como traductor de diálogos para la Metro Goldwyn Mayer en Hollywood y, desde 1935 --a instancias de Buñuel, con quien había coincidido, al parecer, en Los Ángeles-- como guionista para la productora Filmófono. Al iniciarse la guerra, Ugarte, que formaba parte de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, se marcha a París para trabajar con Buñuel en la legación diplomática. En el exilio mexicano seguirá escribiendo para el cine (colaborará, entre otras, con Max Aub en el guión de La monja alférez y en los diálogos de El globo de Cantolla, y de nuevo con Buñuel en  Ensayo de un crimen (1955), adaptación de la novela de Rodolfo Usigli), dirigirá, desde 1943, el departamento literario de Casa Film Mundiales, para lanzarse, al año siguiente, al terreno de la dirección con la comedia musical Bésame mucho. Tras el fracaso de su segunda película, Por culpa de una mujer (1945), volvió a dedicarse a la escritura de guiones (El pasajero diez mil, 1946, de Miguel Morayta; Calabacitas tiernas, 1948, de Gilberto Martínez Solares) hasta que, en 1950, empieza a dirigir para  Manuel Altolaguirre y Producciones Isla algunas películas: Yo quiero ser tonta (1950) --basada en una obra de Arniches, su suegro, y escrita por Ugarte y Altolaguirre--, Doña Clarines (1950) --adaptación de los hermanos Quintero--, El puerto de los siete vicios (1951) y Cautiva del pasado (1952) –sobre un argumento de Concha Méndez.

El gaditano-catalán Antonio Momplet (1899-1982) ha desarrollado la mayor parte de su carrera cinematográfica en Argentina, aunque tuvo un paso fugaz por la cinematografía mexicana. Había sido director  de la revista Cine Art y ejerció diversas tareas relacionadas con el cine por medio mundo. En España dirige tres películas (Hombres contra hombres, 1935; La farándula, 1937; y La millona, 1937) y se exilia en 1937 a Buenos Aires. Sin embargo, en 1943 se traslada a México donde ejerce como guionista (El corsario negro, 1944, de Chano Urueta; El que murió de amor, 1945, de Miguel Morayta) y director de varias películas (entre otras: Amok, 1944; Bel Ami o El buen mozo, 1946), para regresar de nuevo, en 1946, a Buenos Aires, donde continúa su carrera.

El más universal de los realizadores españoles desterrados, Luis Buñuel (1900-1983), tenía ya antes de su exilio una cierta fama como cineasta debida a la dirección de dos filmes surrealistas (Un chien andalou, 1929; y L’âge d’or, 1930) y un descarnado documental sobre Las Hurdes (Tierra sin pan, 1932). En los años inmediatamente anteriores a la guerra creará con Ricardo María Urgoiti la productora Filmófono, para la que Buñuel produce y supervisa cuatro películas (Don Quintín el amargao, 1935, de Luis Marquina; La hija de Juan Simón, 1935, de José Luis Sáenz de Heredia; ¿Quién me quiere a mí?, 1936, de José Luis Sáenz de Heredia; y ¡Centinela alerta!, 1936, de Jean Grémillon; Eduardo Ugarte fue guionista de la primera y las dos últimas, y dialoguista de la segunda); pero el inicio de la contienda dará al traste con la continuidad del proyecto y Buñuel se pone al servicio de la República que, en septiembre de 1936, le destina como agregado cultural –aunque sus actividades no son exclusivamente culturales--en la embajada española en París, cargo desde el que asesorará el montaje del film propagandístico Espagne 1937 (España leal en armas, 1937, de Jean-Paul Le Chanois).

El final de la contienda le sorprende, sin embargo, en Hollywood, donde Buñuel había llegado en 1938 con la misión de supervisar dos películas sobre la guerra española que nunca llegaron a rodarse. En la meca del cine, el joven director se queda de repente sin trabajo y sin la posibilidad de volver a su país. En enero de 1941 Buñuel es contratado como asesor y montador jefe de documentales en el Departamento de Asuntos Interamericanos de Museo de Arte Moderno de Nueva York, e inicia los trámites para obtener la nacionalidad norteamericana; pero el acoso de los sectores reaccionarios obligó al Museo a prescindir, en junio de 1943, de sus servicios. Se traslada de nuevo a Hollywood donde al año siguiente empieza a trabajar para la Warner Bros como productor ejecutivo de versiones españolas que nunca llegaron a hacerse y Buñuel acabará ejerciendo, durante poco más de un año, de director de doblaje; allí intentará, sin conseguirlo, llevar al celuloide algunos proyectos personales.

Fue la industria mexicana la que dio a Buñuel la posibilidad de volver a situarse detrás de la cámara después de diez años. En 1946 Buñuel se traslada a México para dirigir una versión de La casa de Bernarda Alba que nunca llegaría a realizarse; pero, una vez allí, el director aragonés contacta con el productor Óscar Dancigers quien le encarga la realización del musical Gran Casino (1947), protagonizada por Jorge Negrete y Libertad Lamarque . El fracaso de este primer proyecto mexicano dejó a Buñuel en dique seco durante dos años, período que aprovechará para escribir, junto con el también exiliado Juan Larrea, el guión de Ilegible hijo de flauta, que nunca llegaría a rodarse, y preparar, junto con otro refugiado republicano, Luis Alcoriza, la que será su primera obra personal en el exilio mexicano: Los olvidados. En 1949 Dancigers vuelve a confiar en Buñuel y le ofrece la dirección de El gran calavera, comedia a medida del actor Fernando Soler que, esta vez sí, fue un gran éxito de taquilla.

A partir de ese momento, la carrera de Luis Buñuel despega. El éxito de su película hace posible que el proyecto de Los olvidados se haga realidad en 1950 y obtenga, pese al poco éxito y los muchos problemas que ocasionó a su director –casi todos, desde parte del equipo de rodaje hasta ciertos sectores de la crítica, pasando por los sindicatos, rechazaron la imagen que el director ofrecía de México--, el Premio a la Mejor Dirección y el de la Crítica Internacional en el Festival de Cannes de 1951. El mejor Buñuel, el de Un chien andalou y L’âge d’or, había reaparecido reencarnado en un realizador mexicano.

En realidad, el director de Calanda se adaptó con enorme facilidad al funcionamiento de la industria cinematográfica de su patria de adopción. Rodando en un máximo de tres semanas, con escasos medios y con actores muchas veces impuestos, el genio del aragonés se mueve como pez en el agua en el ámbito del melodrama o la comedia, al que Buñuel añade siempre, aunque sea en detalles mínimos, la presencia de lo subterráneo, la simbología surrealista; alternará, de ese modo, la realización de películas más o menos “alimenticias” –en las que, a pesar de todo, siempre puede reconocerse la impronta buñueliana-- con obras más personales.

Dirige, así, después de Los olvidados, Susana (Carne y demonio) (1950); La hija del engaño (1951), nueva versión del sainete de Arniches Don Quintín el amargao; Una mujer sin amor (1951), que el propio Buñuel ha considerado su peor película; Subida al cielo (1952), con guión de Manuel Altolaguirre, productor asimismo del film; El bruto (1952), con un guión escrito en colaboración con Luis Alcoriza  que sufrió muchas modificaciones; la adaptación de Robinson Crusoe (1952), su primera película en color, de producción norteamericana; Él (1953), una de sus películas preferidas aunque un enorme fracaso comercial; La ilusión viaja en tranvía (1953), metáfora, según Sánchez Vidal [Luis Buñuel, págs. 189-190], del cine que hace Buñuel en estos momentos: un tranvía incontrolado dentro de los estrechos circuitos comerciales; la adaptación de Cumbres borrascosas,  Abismos de pasión (1954), un viejo proyecto de 1933 al que se impuso el reparto de una película musical; El río y la muerte (1954), cinta de encargo rodada en dos semanas; Ensayo de un crimen (1955), la película que le introdujo en la industria francesa: desde ese mismo año, con Cela s’apelle l’aurore, Buñuel alternará el cine mexicano con el francés, y a ésta seguirán La mort dans ce jardin (1956) y Los ambiciosos o La fièvre monte à El Pao (1959), de producción francesa aunque rodadas en México, y Journal d’une femme de chambre (1964), su pasaporte definitivo a Europa.

Con Nazarín (1958), adaptación de la novela homónima de Galdós, se inicia la etapa más personal y de mayor libertad en la producción de Luis Buñuel en México. Los saltos, todavía ocasionales, al viejo continente y un, cada vez mayor, reconocimiento internacional van a alejar al director de las imposiciones de la industria y, con ello, de la realidad mexicana. Si Nazarín todavía está ambientada en el México rural en tiempos de la dictadura de Porfirio Díaz, en The Young One (1960), de producción norteamericana, el escenario se traslada a los Estados Unidos; Viridiana (1961) supone su regreso a España –sobre el que volveré más adelante--; para El ángel exterminador (1962) Buñuel hubiese preferido rodar en París o Londres y con actores europeos para acentuar la ambientación lujosa que pretendía dar a su historia y, aunque eligió actores que no parecieran mexicanos, lamentó la relativa pobreza de medios;  finalmente, la historia de Simón del desierto (1965), última película mexicana en la que Buñuel ya no pudo evitar su enfrentamiento con la industria de dicho país, pudo, por su carácter abstracto, haber sido ubicada en cualquier otro lugar.

A partir de ese momento Buñuel continuará su carrera en Francia (todavía realizará seis películas más: Belle de jour ,1967; La Voie Lactée, 1969; Tristana, 1970, rodada en España; Le charme discret de la bourgeoisie, 1972; Le fantôme de la liberté, 1974; y Cet obscur object du désir, 1977), aunque no abandonó nunca su residencia en México, el país que lo había acogido –cuya nacionalidad le fue concedida en 1949-- y en el que había crecido como director de cine. En 1978 el gobierno mexicano le otorgó el Premio Nacional de las Artes.

 

Pero no sólo estos escritores y directores tuvieron que salir del España debido a su lealtad a la República. Les acompañaron en su peregrinación un buen número de actores técnicos y músicos que se incorporaron, de mejor o peor manera, a la industria mexicana. Es imposible realizar aquí una nómina detallada de los mismos, pero sí es de justicia destacar algunos casos significativos.

De la productora Filmófono procedían algunos de los actores exiliados en México, como José Baviera (1907-1981), uno de los más prestigiosos actores del cine español anterior a la guerra, que en 1937 se había significado al rodar varias películas de carácter social o propagandístico y que en su nueva patria obtuvo un premio Ariel por su trabajo en La barraca (1944) e interpretó para Buñuel Gran casino (1946) y El ángel exterminador (1962); Ana María Custodio (1908-1976) --hermana del escritor Álvaro Custodio y esposa del compositor Gustavo Pittaluga--, que reparte su carrera entre Cuba, Nueva York y México; José María Linares Rivas (1904) que, exiliado en 1938 a Cuba, en 1947 se traslada a México donde desarrolló una larga carrera y trabajó con algunos viejos conocidos como en Yo quiero ser tonta (1950) de Eduardo Ugarte y Ensayo de un crimen (1955) de Buñuel.

También el equipo de rodaje de L’Espoir (Sierra de Teruel, 1938-39) nutrió la nómina de exiliados en México. Nicolás Rodríguez alternará su trabajo como intérprete con las de productor al fundar con su hermano Roberto la productora Rodríguez Hermanos. Francisco Reiguera (? -1972), que había sido asistente de Malraux, debutó en el cine mexicano escribiendo, produciendo y dirigiendo la comedia Yo soy usted (1943), cuyo escaso éxito obligó a Reiguera a ganarse la vida como actor secundario en un gran número de películas (no volvería a dirigir hasta Ofrenda, en 1953); en 1957 es elegido por Orson Welles para interpretar el papel de Don Quijote en su inacabada versión de la obra de Cervantes y en 1965 trabajó con Louis Malle en Viva María.

Finalmente, del rodaje de El genio alegre, de Fernando Delgado, interrumpido en Córdoba por el estallido de la guerra, procedían Rosita Díaz Gimeno (1911-1986), quien, detenida en 1936 por los sublevados debido a su relación con Juan Negrín (hijo) y canjeada por otros prisioneros, se instalará en Nueva York, aunque realizará algunas incursiones en el cine mexicano; Edmundo Barbero, que huyó de Córdoba a Lisboa, para pasar posteriormente al bando republicano y que, exiliado en Perú y El Salvador, participará en Nazarín (1958) de Buñuel y en el episodio mexicano de las Sonatas (1959) de Bardem.

A ellos habría que añadir los nombres de Rafael María de Labra, Alfredo Corcuera, Pedro Elviro “Pitouto”, Angel Garasa –que llegó a ser uno de los fundadores de la Academia Mexicana de Ciencias y Artes Cinematográficas--, Florencio Castelló, Consuelo Guerrero Luna, Asunción Casal, Rafael Banquells, José Mora, Alfredo Corcuera, Pepita Meliá, por citar tan solo un pequeño número de la enorme lista de actores del cine español que se instalaron en México como consecuencia de la Guerra Civil.

También muchos técnicos se vieron obligados a exiliarse, lo que explica, según algunos historiadores del cine, algunas de las carencias  del cine español posterior a 1939. En México residieron, por ejemplo, los escenógrafos Manuel Fontanals (1900 - ?) autor de los decorados de Pedro Páramo (1966) de Carlos Velo, que obtuvo el premio de escenografía de la Asociación de Periodistas Cinematográficos por su trabajo en Miente y serás feliz (1939), de Raphael J. Sevilla, y fue socio fundador fundadores de la Academia Mexicana de Ciencias y Artes Cinematográficas; Vicente Petit, quien había trabajado en Sierra de Teruel y obtuvo, como ya se ha dicho, un Ariel por su trabajo en La barraca, en colaboración con Francisco Marco Chillet, galardonado éste con otro Ariel por la escenografía de En la palma de tu mano (1950), de Roberto Gavaldón. Mención especial merece el pintor José Renau (1907), que ya antes de la guerra había realizado carteles de películas y que en su exilio mexicano realizará alguna escenografía e incluso alguna película para la televisión.

Finalmente, el capítulo de los músicos está ocupado por  Rodolfo Halffter (1900) y Gustavo Pittaluga (1906-1975). Ambos, sobre todo el primero, habían trabajado para el cine antes y durente la contienda y en su exilio mexicano compusieron conjuntamente la música de Los olvidados; Pittaluga volvería a trabajar con Buñuel en Subida al cielo y en Viridiana.

 

 

Nuevas vocaciones

Pero no todos aquellos exiliados republicanos tenían experiencia en el ámbito de la industria cinematográfica. Algunos descubrieron, después de instalarse en México, que el cine podía proporcionarles un medio de subsistencia ante la imposibilidad de dedicarse a otras profesiones. Otros, simplemente, eran demasiado jóvenes cuando se vieron obligados a dejar España con sus familias y descubrieron esa vocación en su nueva patria.

De Paulino Masip (1899-1963) dijo en algún momento Max Aub que se lo había tragado el cine porque, dramaturgo y periodista de prestigio, novelista prometedor, su carrera literaria pasará a un segundo plano por la dedicación profesional como guionista y dialoguista cinematográfico, que alternará con sus críticas en Cinema Reporter. Para el cine mexicano escribió Masip, entre otras, El verdugo de Sevilla (1942), de Fernando Soler, adaptación de una obra de Muñoz Seca; Lo que va de ayer a hoy (1945), No basta con ser charros (1945) y Los maderos de San Juan (1946), de Juan Bustillo Oro; Jalisco canta en Sevilla (1948), coproducción hispano - mexicana dirigida por Fernando de Fuentes y protagonizada por Jorge Negrete; Yo soy charro de levita (1949), de Gilberto Martínez Solares; Crimen y castigo (1950), de Fernando de Fuentes, adaptación de la novela de Dostoievski.

También el poeta y editor Manuel Altolaguirre (1905-1959) desarrolló su atracción por el cine durante su exilio mexicano. Debuta como guionista de La casa de la Troya (1947), de Carlos Orellana, basada en la exitosa novela de Pérez Lugín, y  en 1950 creará Producciones Isla, empresa desde la que produce algunas de las películas de Ugarte y Buñuel, además de colaborar en sus adaptaciones y guiones (Yo quiero ser tonta, 1950; Doña Clarines, 195; El puerto de los siete vicios, 1951; y Cautiva del pasado, 1952; Subida al cielo, 1951) y que deberá cerrar dos años después por problemas financieros. Poco antes de su muerte en un accidente dirigió El cantar de los cantares, película inspirada en Fray Luis de León y que fue presentada en el Festival de San Sebastián.

El dramaturgo Álvaro Custodio (1914-?) se había exiliado primero a Cuba y se instala definitivamente en México en 1945, donde ejercerá la crítica cinematográfica en Cinema Reporter y en el diario Excelsior (en 1952 publica una selección de esos trabajos en Datos sobre el cine). Desde 1946 combinará la crítica con el trabajo de guionista, adaptador y dialoguista cinematográfico, y a partir de 1952 se dedicará fundamentalmente a la televisión. Codialoguista de El canto de la sirena (1946), de Norman Foster; guionista de Coqueta (1949), de Fernando A. Rivero, que inicia una larga serie de trabajos de corte melodramático, como Mujeres en mi vida (1949), de Fernando A. Rivero;  Aventurera (1949), Sensualidad (1950) o Ni niego mi pasado (1951), las tres dirigidas por Alberto Gout; Pobre corazón (1950), de José Díaz Morales; También de dolor se canta (1950) y Puerto de tentación (1950), de René Cardona.

Un caso muy particular es el de Julio Alejandro (1906-1995), militar y hombre de letras, brazo derecho de Indalecio Prieto, que, después de recorrer medio mundo (fue prisionero de los japoneses durante la IIª Guerra Mundial), acabó escribiendo diálogos y guiones en México, donde colaboró con Buñuel en Nazarín, Viridiana y Simón del desierto, y fue director artístico de El ángel exterminador.

A ellos habría que añadir los nombre de otros escritores que ejercieron, más o menos profesionalmente como guionistas, alternando muchas veces esa tarea con la crítica cinematográfica: Alfonso Lapena; Antonio Monsell, que también trabajó ocasionalmente como actor; Víctor Mora; Ramón Pérez Peláez; Sebastián Gabriel Rovira; Carlos Sampelayo, fundador y director, desde 1946, de la revista Foto-Film Cinemagazine; Francisco Pina, autor de Charles Chaplin. Genio de la desventura y de la ironía,  1952; José de la Colina; y Emilio García Riera, eminente historiador del cine mexicano.

 

De entre los realizadores más jóvenes que surgieron de la oleada de exiliados de 1939 hay que destacar, fundamentalmente, a Luis Alcoriza (1920-1992) y José Miguel García Ascot.

El primero había llegado a México procedente del Norte de África, donde se hallaba la compañía teatral de su familia. Allí debuta en el cine como actor, con un pequeño papel secundario en La torre de los suplicios (1940), de Raphael J. Sevilla, al que seguirán otros, hasta que en 1946, con El ahijado de la muerte de Norman Foster, empieza una nutrida carrera como guionista junto con su mujer, la actriz Raquel Rojas (que firmaba como Janet Alcoriza). Con El gran calavera (1949) –adaptación de una obra de Adolfo Torrado y donde Alcoriza interpreta, además, un pequeño papel-- empieza su colaboración con Buñuel que se prolongará durante los años siguientes: con él escribirá Los olvidados (1950), La hija del engaño (1951), El bruto (1952), Él (1952), El río y la muerte (1954), La mort dans ce jardin (1956), La fièvre monte à El Pao (Los ambiciosos, 1959) y El ángel exterminador (1962); también Si usted no puede, yo sí (1950), de Julián Soler.

En 1960, tras rechazar otros encargos, Alcoriza tiene la oportunidad de debutar en la dirección con Los jóvenes, sobre un guión escrito por él mismo. Años después el director iba a renegar de su opera prima, alterada por los cortes impuestos por la censura. Incidirá Alcoriza en el terreno del realismo social, aunque en tono de comedia, con Tlayucán (1961), premiada en los festivales de Karlovy Vary y San Francisco. Pero la película que le consagró –y, como él mismo ha reconocido, su preferida-- fue Tiburoneros (1962), triunfadora en el festival de Mar del Plata del año siguiente. Menos personales fueron sus siguientes trabajo, Sapho 63 (1963), sobre una obra de Alphonse Daudet, y en El gangster (1964). El interés de Alcoriza por las comunidades primitivas y su interés por la realidad mexicana quedará patente en Tarahumara (1964), en la que, también con un tratamiento próximo al documental, dirige su mirada sobre los indios de las montañas de Chihuahua, y a la que se concedió el Premio de la Crítica Internacional en el Festival de Cannes.

En 1966 rodó uno de los dos episodios –el otro lo dirigió Arturo Ripstein— de una coproducción mexico-brasileña titulada Juego peligroso, que tuvo gran éxito comercial. Inmediatamente después de estrenar La casa de cristal (1967) regresa Alcoriza por primera vez a España con la intención de dirigir, en colaboración con Ricardo Muñoz Suay, una versión de Divinas palabras de Valle-Inclán que no llegó nunca a la pantalla. Tras el fracaso del proyecto, regresará a México para rodar La puerta (1968) y una ambiciosa adaptación de la novela de José Lezama Lima, Paradiso (1969).  Después de El muro de silencio (1971), que provocó un cierto escándalo al ser proyectada en la XX Semana Internacional de Cine de Valladolid, Alcoriza dirige una de sus películas más destacadas, Mecánica nacional (1971), considerada como una de las primeras del «Nuevo Cine Mexicano», a la que seguirá Un episodio de Fe, Esperanza y Caridad (1972). Con Gabriel García Márquez trabajó durante varios años en la escritura de Presagio (1974) que obtuvo una mención especial en el Festival de Cine de San Sebastián; a ésta seguirán Las fuerzas vivas (1975), A paso de cojo (1978), Semana Santa en Acapulco (1979), El amor es un juego extraño (1983), Terror y encajes negros (1984), Lo que importa es vivir (1985) y Día de difuntos (1987). En 1980, como se explica más adelante, regresó a España donde realizó un par de películas.

José Miguel García Ascot (1927-1986), hijo de un diplomático republicano, abandonó España en 1939, todavía más joven que Alcoriza. En México realiza toda su formación: estudia Filosofía y Letras (funda el Cineclub Universitario en 1951) y ejerce como profesor de literatura, alternando esa dedicación con una labor como crítico en la revista Nuevo cine. Colabora en el guión de Raíces (1953) de Benito Alazraki, y en la escritura de Torero (1956), de Carlos Velo, de Nazarín (1958), de Buñuel y en la adaptación de las Sonatas de Valle-Inclán (1959), de Juan Antonio Bardem. También en 1959 realizará las notas culturales del noticiario Cine-Verdad de Teleproducciones.

Ese mismo año realiza en Cuba dos episodios destinados a formar parte de una película colectiva que debía titularse Historias de la Revolución (que, finalmente, dirigiría en 1960 Tomás Gutiérrez Alea) y que, tras algunos problemas, compondrían, junto con un tercero dirigido por Jorge Fraga, el largometraje Cuba 58 (1962).

De regreso a México escribe junto con su esposa María Luisa Elío y Emilio García Riera el guión de En el balcón vacío, que él mismo dirigiría --en fines de semana y días festivos, a lo largo de un año-- en 16 mm., en blanco y negro y con escaso presupuesto en 1962; la fotografía corrió a cargo de José María Torre y trabajaron en papeles secundarios un buen número de españoles exiliados. La película está dedicada “A los españoles muertos en el exilio” y desarrolla una historia que recrea las circunstancias de la guerra civil y del exilio de la propia María Luisa Elío. Probablemente la única película realizada por exiliados españoles que trata el tema del exilio, y, además, una de las primeras aventuras independientes del cine mexicano. Aunque tuvo escasa repercusión en México y nunca se estrenó comercialmente, la película obtuvo el Premio de la Crítica en el Festival de Locarno y el Giallo d’Oro en el de Sestri-Levante, aunque dicho reconocimiento no pudo consolidar la carrera de García Ascot que, en castigo a su osadía e independencia, se vio obligado a ganarse la vida como director de cine publicitario, labor que ha alternado con la realización del cortometraje dedicado a la pintora exiliada Remedios Varo (1966). Su retorno al cine industrial se produce en 1979 con El viaje. Ha dirigido el cineclub del Instituto Francés de la América Latina.

Otros directores a destacar son Jaime Salvador (1901-1976) que aunque había ejercido en Barcelona tareas de producción, debutó en Hollywood en 1938, dirigió algunas películas en Cuba, y se instaló en México en 1941, donde realiza la mayor parte de su obra; Miguel Morayta (1907), que había tenido en España contacto con el cine como jefe de publicidad de la distribuidora Renacimiento Films y que debuta en 1943 como director de melodramas.

En representación de los técnicos de esa generación de jóvenes exiliados hay que mencionar a José María Torre (1922-1981), que llegó a México con su familia en 1939; fotógrafo de varias películas de García Ascot, rodó algunos documentales y fue profesor en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos.

Los actores Luis Rodríguez, Alicia Rodríguez, Dolores Jiménez del Castillo debutaron en el cine mexicano siendo todavía niños; ésta última interpretó Dulce madre mía (1942), de Alfonso Patiño Gómez, que trata de la emigración de una niña española a México por causa de la guerra civil. A ellos hay que añadir los nombres de Emilia Guiu, Liliana Durán, José R. Goula, José Pidal, Roberto Banquells, Augusto Benedico, Micaela Castejón, Ofelia Guilmain, por mencionar tan solo unos pocos de una interminable lista.

 

El regreso

El retorno, más o menos simbólico, de los cineastas exiliados en México a su país de origen se produjo en diversas oleadas que tienen bastante que ver con la actitud de dichos profesionales con la dictadura que desde 1939 sometía a España. El Congreso de Cine en Castellano, celebrado en Madrid en 1947 y bajo el espíritu imperialista de la hispanidad, fue una primera toma de contacto que abrió las puertas a las coproducciones hispano-mexicanas y a la que sólo se adhirieron aquellos emigrados que se habían comprometido menos con la República y no temían la falta de libertad de expresión que amordazaba al país (el caso, por ejemplo, del ya mencionado Díaz Morales).

Desde finales de los años cuarenta y durante la década siguiente, un buen número de actores fueron regresando al cine español, con mayor o menor fortuna. La mayoría no había tenido una militancia pública en el bando de los vencidos y no pesaba contra ellos ninguna causa política.

También lo hicieron, por esas misma fechas, algunos directores, como Antonio Momplet y Miguel Morayta. El primero regresa en 1952 y dirige, entre 1953 y 1963 seis películas comerciales de escaso interés (entre ellas incluso un spaguetti-western). Morayta alternó el cine mexicano con el español, rodando unas cuantas coproducciones especializadas en «folklóricos» (Lola Flores, Carmen Sevilla, Joselito) y en las gemelas Pili y Mili. Por cierto que algunas de ellas estuvieron decoradas por Manuel Fontanals.

Peor suerte tuvieron los directores más inquietos. A principios de los años sesenta la productora UNINCI de Juan Antonio Bardem ejerció en varias ocasiones de puente para el regreso, siquiera temporal, de algunos de estos exiliados a España. No es casual que el primer proyecto de la productora y de su director, la versión cinematográfica de las Sonatas (1959) de Valle-Inclán, fuera una coproducción hispano-mexicana rodada parcialmente en México –concretamente, el episodio de la Sonata de estío— y con participación de un buen número de profesionales vinculados al exilio republicano (los actores Edmundo Barbero, Micaela Castejón, los productores García Ascot y Carlos Velo).

Será también UNINCI quien se haga cargo de la parte española en la producción de Viridiana (que, aunque con financiación de Gustavo Alatriste, consta oficialmente como película española). El caso del retorno de Buñuel, que se convertiría en una suerte de padrino de los jóvenes realizadores, a España es bien significativo. En 1960 Buñuel regresa por primera vez desde la Guerra Civil a su país de origen, al que volverá al año siguiente para rodar Viridiana. La experiencia sirve para demostrar al aragonés que la libertad que empezaba a gozar en el ámbito de la industria mexicana y francesa es imposible en la España franquista. La película pasó la censura previa, aunque ésta obligó a Buñuel a cambiar el final. Pero el escándalo se desató cuando le fue concedida la Palma de Oro en el Festival de Cannes y un artículo en L’Osservatore Romano cargó contra ella. Fue destituido fulminantemente el Director General de Cinematografía por haber recogido el premio en Cannes y la película fue prohibida en España y no se estrenó hasta 1976. El escándalo que supuso Viridiana motivó que el siguiente proyecto de Buñuel en España, el rodaje de Tristana, estuviera prohibido hasta 1969 y fuera necesaria una entrevista con el entonces Ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne, para despejar el camino a la película.

También  Luis Alcoriza sintió en algún momento la necesidad de “regresar” (aunque nunca llegó a participar en él antes de la guerra) al cine español, si bien tendrá que esperar hasta 1980, cuando escribe y dirige Tic-Tac, una coproducción hispano-mexicana que no tuvo demasiado éxito comercial; tardó diez años en volver a trabajar en España, también en coproducción hispano-mexicana, en una adaptación de la novela de Miguel Delibes, La sombra del ciprés es alargada. En 1996 el actor y director Fernando Fernán Gómez hizo su particular homenaje póstumo al humor negro de Alcoriza, tan afín al del propio Fernán Gómez, dirigiendo en Pesadilla para un rico un argumento del director exiliado, fallecido algunos años antes.

Son algunas excepciones que demuestran que, en el fondo, el retorno no era posible porque aquella España que se habían visto obligados a abandonar en 1939 había quedado enterrada bajo los escombros de la guerra. Por otra parte, la total integración en el cine mexicano, la aparición en España de un nuevo cine que pocas veces se acordó de sus hermanos mayores exiliados y las restricciones impuestas por la censura no facilitaron el contacto. La herida que la Guerra Civil había abierto en el cine español no se llegó a cerrar nunca

 

Proyecto Clío

 

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