Juan Rodríguez
GEXEL - Universitat Autònoma de Barcelona
REDER. Red de Estudios y Difusión del Exilio Republicano
La
obra de los exiliados republicanos de 1939 se mueve, generalmente, en una doble
disyuntiva, entre la nostalgia de la España perdida, de aquella utopía de
libertad y justicia que se derrumbó por la fuerza de las armas, y la necesidad,
conforme se iban diluyendo la esperanza de un pronto regreso, de vincularse, de
entregar toda su valía, a esa nueva patria que generosamente los había acogido.
Es una obra, la de los exiliados, a la que le ha sido arrebatado su público
natural –que sólo después de 1975, y aún con muchas dificultades, empieza a
recibirla-- y que debe, si no quiere
verse condenada al vacío, buscar ese nuevo público de adopción.
He dicho
generalmente porque quizás el cine sea una de las pocas excepciones a esa
circunstancia. Su peculiaridad como creación colectiva y su mayor dependencia
de una industria y un mercado hacen del cine un arte poco propicio para la
nostalgia del exiliado y le obligan a adaptarse, desde el primer momento, a las
exigencias del público mexicano. De ahí que no podamos hablar, en rigor, de un
“cine exiliado”, o, menos aún, de un “cine español en el exilio”, y que sea más
correcto referirse a la aportación de aquellos exiliados a la industria
cinematográfica mexicana. Porque, en realidad, la nostalgia o la problemática
del exilio tan solo aparecen en dos de los innumerables filmes que realizaron o
en que trabajaron los españoles exiliados. El primero de ellos, La barraca
(1944), fue, significativamente, realizado por un director mexicano, Roberto
Gavaldón; el otro, En el balcón vacío (1962), de José Miguel
García Ascot, ni siquiera se estrenó en el circuito comercial mexicano. De
ellas hablaré más adelante. Pero antes de entrar en detalles sobre la
producción de los cineastas transterrados en México, conviene delimitar con
precisión el ámbito de trabajo.
Los hombres y
mujeres del cine español fueron, en el primer tercio del siglo, artistas muy
viajeros. La realización de las versiones españolas en Hollywood o la
floreciente industria de algunos países latinoamericanos como México provocó la
temprana emigración de un buen número de actores, directores y técnicos. Es muy
frecuente que los estudios acerca del cine que realizaron los españoles en
México no distingan demasiado entre exiliados y emigrados. Estas páginas, que
forman parte de un intento de reconstrucción de la cultura del exilio republicano
español, se centrarán exclusivamente en aquellos profesionales que, por
pertenecer al bando de los vencidos, tuvieron que abandonar forzosamente España
al concluir la contienda o que, habiéndolo hecho, por diferentes
circunstancias, antes de finalizar la guerra, se vieron imposibilitados al
concluir la misma para regresar a su país debido a su notorio compromiso con la
República.
Excluiré, pues,
casos un tanto peregrinos y casi rocambolescos como el de Francisco Elías –a
quien José de la Colina considera, paradójicamente, “exiliado de simpatías
franquistas” [«Los transterrados…», pág. 672]--, pionero del cine sonoro
español, que dirigió, pese a su clandestina militancia falangista, algunas
películas producidas por la CNT y la Generalitat de Catalunya en la Barcelona
republicana, que se marchó en 1938 a México por cuestiones personales y que,
tras permanecer en aquel país diez años, regresará a la España franquista sin
más contratiempo que el olvido de su condición de pionero; o el de José Díaz
Morales, emigrado a México al iniciarse la Guerra Civil, que no tuvo ningún
impedimento político para regresar a España en los cuarenta y rodar películas
como Paz
(1948) o El
capitán Loyola (1949) –adaptación de El divino impaciente de
Pemán--, aunque con posterioridad siguiera trabajando en el cine comercial
mexicano. Otro tanto cabe decir de los muchos actores que acudieron, a lo largo
de los años treinta, a Hollywood para interpretar las versiones españolas de
los filmes norteamericanos que allí se realizaban y que buscaron nuevos
públicos en las florecientes industrias de México y Argentina; o de aquéllos
que, simplemente, prefirieron, ya durante la contienda, alejarse de su país
para regresar años más tarde en circunstancias más favorables. Exclusión que no
supone un menosprecio apriorístico de la labor de aquellos emigrados, sino que
se fundamenta en la necesidad de delimitar el terreno que estas páginas
imponen, y que obligan a dar prioridad a la tarea que, como ya he mencionado
antes, me compete.
Voy a centrarme,
fundamentalmente y por razones de economía, en escritores --algunos de los
cuales también tuvieron un alto grado de profesionalización en la industria
cinematográfica-- y realizadores, si bien aparecerán también referencias a
aquellos actores, técnicos y músicos más significativos por su obra o por su
circunstancia vital en relación al exilio. Dejo de lado la llamada “segunda
generación”, es decir, la de aquéllos que, hijos de españoles refugiados,
nacieron ya en México y no vivieron por tanto, con más o menos consciencia
--hay que recordar que algunos de estos transterrados llegaron a América con
pocos años y de la mano de sus padres-- el desgarro del exilio. No voy, por
razones obvias de espacio, a ser exhaustivo ni en la nómina ni en la obra de
aquellos desterrados: remito a la bibliografía que se halla al final para una
ampliación de la misma.
El contexto
En 1946, en su
primera convocatoria, la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas otorgaba
diez premios Ariel a una película de un
más que evidente color español; se trata de La barraca (1944), adaptación de la novela
homónima de Vicente Blasco Ibáñez, dirigida por Roberto Gavaldón. Tres de esos
galardones premiaron el trabajo de españoles exiliados (Coactuación Masculina,
a José Baviera; Adaptación, a Libertad Blasco Ibáñez y Paulino Masip –aunque
éste no figurara en la nómina de los premios--; y Escenografía, a Vicente Petit
y Francisco Marco Chillet ), aunque en la película trabajaron algunos más (los
actores Anita Blanch, Amparo Morillo, Luana Alcañiz y Micaela Castejón), por lo
que Román Gubern [Cine español en el exilio, pág.15] la señala como ejemplo de
la “tendencia a la agrupación solidaria” de los exiliados españoles en la
industria cinematográfica y subraya que la realización de dicha película
constituyó “un verdadero acto de afirmación política”, pues de ella se hizo, en
un exceso de optimismo muy propio de esas fechas, incluso una versión en
valenciano para su pronto estreno en España. Pero, sin duda, lo que sí
representa dicha película es el primer reconocimiento oficial de la industria
cinematográfica mexicana a la aportación de aquellos españoles transterrados.
El contacto entre las dos primeras cinematografías del mundo hispano se
reconocía fructífero, aunque no siempre fue un camino de rosas.
El cine español
anterior a la derrota republicana de 1939 es un cine emergente que, tras haber
superado el trauma que supuso la incorporación del sonido a principios de la
década, había encontrado un fructífero camino de desarrollo industrial. Si en
1935 España se situaba a la cabeza de la producción en lengua castellana con
cuarenta y cuatro películas producidas, el terremoto de la Guerra Civil asestó
un fuerte golpe a esa industria floreciente y al año siguiente ese número se
reduce a diecinueve, muchas de ellas inconclusas o no estrenadas. Los
historiadores cifran en cerca de un centenar el número de profesionales del
cine –entre actores, directores y técnicos—que abandonó el país después de la
guerra y atribuyen a esa diáspora la baja calidad del cine español de
postguerra. Aquellos exiliados recalaron fundamentalmente en Argentina y
México, donde encontraron el calor de la lengua compartida, una acogida
relativamente favorable y una industria en crecimiento.
El cine
mexicano, por su parte, experimentará durante la década de los cuarenta un
firme proceso de expansión que lo convertirá en la primera industria
cinematográfica de América Latina. Tras algunos éxitos en los primeros años
veinte, a partir de 1925 la producción había descendido prácticamente a cero
engullida por el auge de los estudios de Hollywood, para volver a renacer a
mediados de la década siguiente. En 1934, la industria mexicana compartía con
la española el liderazgo –que va a mantener, con altibajos y en dura
competencia con la argentina, en los años cuarenta-- del mundo hispano, con una
producción de veintitrés cintas cada una. En 1935 el gobierno de Cárdenas crea
la productora Cinematográfica Latino Americana S. A. (CLASA), a la que dota de
unos estudios equipados con la tecnología más moderna, y en 1939 impone a las
salas de cine una cuota de exhibición de un mínimo de una película mexicana al
mes; ese mismo año se inauguran los Estudios Azteca, los mayores y mejor
dotados del país. Durante la década de los cuarenta la producción se
multiplicará por seis, se triplicará el número de cines y la asistencia de
público se aproximará a las medias europeas. Los gustos de ese público se
inclinan fundamentalmente por el melodrama, la comedia y el género «ranchero»,
de calidad muchas veces más que discutible. La creatividad de los cineastas
españoles exiliados –como, por supuesto, la de los propios mexicanos—hubo de
someterse con mucha frecuencia a las exigencias del mercado, con unos
resultados que a veces no están a la altura de su talento. A su llegada los
refugiados españoles se encontraron, pues, con una industria en plena expansión
capaz de absorber, aunque no sin problemas, a un buen número de profesionales
que enriquecerían con sus aportaciones el ya de por sí floreciente cine mexicano.
Sin embargo, no
todos vieron con tan buenos ojos el desembarco de unos profesionales
cualificados que podían suponer una competencia añadida a la ya existente en el
cine mexicano ese momento de desarrollo industrial. Los sindicatos
profesionales se aprestaron a defender los derechos de sus representados y el
de actores, por ejemplo, impuso, a propuesta de Jorge Negrete, un máximo del
treinta y cinco por ciento de intérpretes extranjeros en la producciones
mexicanas. En 1944 el sindicato de la producción (STPC) vetó a Carlos Velo como
director de Entre
hermanos, película basada en una novela de Mauricio Gamboa, que Velo
había escrito en colaboración con Mauricio Magdaleno y Emilio Fernández, y que,
finalmente, fue dirigida por el mexicano Ramón Peón. No es demasiado
infrecuente, en esos primeros años cuarenta, encontrar a algunos exiliados
trabajando bajo seudónimo, o colaborando en películas en las que su nombre ha
sido omitido de los títulos de crédito. Esos contratiempos provocaron que, a
medio plazo, la mayor parte de aquellos profesionales solicitaran la
nacionalidad mexicana, hecho que si, por un lado, constituía el amargo
reconocimiento de la perpetuación de su condición de exiliados, por el otro fue
también un gesto de generosidad hacia la nación que los había acogido. Los
cineastas republicanos españoles pasaron así a enriquecer el cine mexicano.
El cine republicano en el exilio
A pesar de ser
el cine, por aquel entonces, un arte relativamente joven, no pocos de aquellos exiliados llegaron a
México con un bagaje e incluso un prestigio profesional que allanaba el camino
a su incorporación a la industria mexicana. Muchos de ellos crecieron y
maduraron como cineastas en México; algunos no pudieron adaptarse a la nueva
situación y el exilio supuso para ellos una jubilación más o menos anticipada.
Durante el
primer tercio del siglo, en España, la irrupción del cine había llamado la
atención de los sectores intelectuales más inquietos. La juventud literaria de
los años veinte y treinta se interesó por ese nuevo prodigio, escribió acerca
de él e, incluso, hizo algunas incursiones en ese terreno artístico que, ya
durante la guerra, se convirtió, además, en un efectivo medio de combate y
propaganda.
Entre estos
últimos se encuentra el escritor Max Aub (1903-1972), que había escrito
ocasionalmente sobre cine durante los años treinta y que en 1939, poco antes de
finalizar la contienda, tuvo la oportunidad de colaborar con Malraux en la
realización de Sierra de Teruel (adaptación de la novela L’espoir).
Fue un auténtica prueba de fuego pues Aub, además de traducir el guión y
adaptar los diálogos, ejerció en la práctica de asistente de Malraux, de
ayudante de dirección, de productor, de ayudante de montaje, e incluso prestó
su voz a uno de los personajes. Tal experiencia le fue reconocida al escritor
–que había solicitado su visado para México en 1939 poniendo Sierra de
Teruel como pretexto-- cuando, después de pasar por varios campos de
concentración en Argelia y Francia, se instala definitivamente en México en 1943
y ejerce, hasta 1951, como profesor de teoría y técnica cinematográfica en el
Instituto Cinematográfico de México; en 1948 será nombrado asesor técnico de la
Comisión Nacional de Cinematografía de la Secretaría de Gobernación, cargo que
desempeña hasta el año siguiente, y entre 1950 y 1951 formará parte de la
Comisión Técnico-Literaria del Banco Nacional Cinematográfico.
Pero su
aportación al cine mexicano será más patente en la veintena larga de películas
en las que colaboró, fundamentalmente como guionista y dialoguista. Desde el
mismo año de su llegada, fecha en que firma el guión de Distinto amanecer (1943), de
Julio Bracho –adaptación de su drama La vida conyugal--, hasta 1954, cuando
escribe con Mauricio de la Serna el guión de La desconocida, de Chano
Urueta, los trabajos de Max Aub para el cine se suceden sin interrupción,
urgidos por la necesidad de ganarse el pan, apegados a las exigencias de la
industria y con una transposición en imágenes que no siempre está a la altura
de su talento literario; y cuando lo estuvo, como en el caso de Los
olvidados (1950), de Buñuel, en cuyos diálogos colaboró el escritor,
tuvo la desgracia de ser “olvidado” de los títulos de crédito. Merece la pena
destacar, entre todas aquellas colaboraciones para el cine, el guión de El globo de
Cantolla (1943), basado en un argumento de Alberto Quintero Álvarez
y con la colaboración como dialoguista de Eduardo Ugarte, exitosa comedia
dirigida por Gilberto Martínez Solares; el de La monja alférez (1944), de
Emilio Gómez Muriel, también en colaboración con Ugarte, uno de los primeros
éxitos de María Félix; de Sinfonía de una vida (1945), de Celestino
Gorostiza; de La viuda celosa (1945), de Fernando Cortés (adaptación de La viuda
valenciana de Lope de Vega); de El charro y la dama (1949), de Fernando
Cortés, adaptación de La fierecilla domada de Shakespeare; o de Cárcel de
mujeres (1951), de Miguel M. Delgado, entre otras muchas.
No voy a entrar
en el tema de la influencia que pudo tener el cine en la narrativa de Max Aub,
y que queda patente en ese híbrido de narrativa y cine que es la cuarta novela
de la serie El Laberinto Mágico, Campo francés (1965). Sin embargo sí que
merece la pena destacar que su interés por el cine no concluye cuando Aub deja
de escribir para el mismo: En 1949
había traducido y publicado el guión de René Clair El silencio es oro (Le silence est
d’or), llevado a la pantalla en 1947; en 1965 forma parte del jurado
del Festival Internacional de Cannes; en 1968 publicó el guión de rodaje de Sierra de
Teruel; y, finalmente, uno de los últimos proyectos de Max Aub fue
la elaboración de una biografía novelada, o novela autentificada a la manera de
su Jusep
Torres Campalans, sobre su amigo Luis Buñuel y que había de titular Luis Buñuel:
novela. Aub grabó varias entrevistas con el director aragonés y con
un buen número de amigos y colaboradores de éste. Al morir el escritor dejó más
de cinco mil páginas de ese proyecto, que sólo ha visto la luz parcialmente en
una selección realizada por Federico Álvarez, Conversaciones con Buñuel
(1985). La mala salud le impidió, en 1972, debutar como actor con un pequeño
papel en El
discreto encanto de la burguesía de Buñuel.
También algunos
de los pioneros de la crítica cinematográfica en España durante los años
treinta continuaron dedicados al cine en su exilio mexicano. Es el caso, por
ejemplo, del periodista Mario Calvet, que había sido crítico
cinematográfico de Radio Associació de Catalunya y de L’Instant (1935), traductor
de artículos de cine de la agencia United Press y jefe de publicidad de Cinaes
(1928-1936). Durante la guerra fue miembro del Comité de Cinema de la
Generalitat y llegó a ser vicepresidente de la Asociación de Periodistas
Cinematográficos (1936). En su exilio mexicano ejerció la crítica de cine y
escribió algunos guiones. O el de Antonio Suárez Guillén (1895), actor
ocasional, corresponsal en Madrid de la revista barcelonesa Popular Film
antes de la guerra y, ya en México jefe
de publicidad de varias productoras (Panamerican Films, Filmadora Chapultepec y
Suevia Ultramar Films) además de guionista ocasional.
Entre los
directores que contaban con una nutrida experiencia profesional al llegar a
México se encuentra el grupo de documentalistas que habían trabajado al
servicio de la República, y, al frente de ellos, el biólogo Carlos Velo
(1909-1988). Éste, fundador del Cine Club de la FUE, se había iniciado en el
cine al realizar un film en 16 mm. sobre la vida de las abejas que ilustraba su
tesis doctoral, y se consolidará como uno de los documentalistas más importantes
del cine español en trabajos como La ciudad y el campo (1935), Almadrabas
(1935), Galicia
y Compostela (1935), Infinitos (1935), Tarraco Augusta (1935),
rodados para CIFESA en colaboración con Fernando G. Mantilla. En su exilio
mexicano sigue ejerciendo la biología como titular de la cátedra de ciencias
naturales de la Academia Hispano-Mexicana, labor que alterna con su afición a
la cámara: aunque no pudo, como ya he comentado, por problemas sindicales,
debutar con la dirección de Entre hermanos (1944), se asocia a
Barbachano Ponce, con quien funda las productoras EMA y Teleproducciones, y
realiza los noticiarios semanales Noticiario Mexicano EMA, Cámara,
Cine
Verdad y Tele Revista. Participó muy activamente
(como adaptador, guionista --con García Ascot--, supervisor de rodaje y
montador; José de la Colina [«Los transterrados…», pág. 667] le considera
“coautor” de la cinta) en una de las películas centrales del cine mexicano de
los cincuenta, Raíces (1953), de Benito Alazraki, que fue reconocida por la
crítica en el Festival de Cannes, donde se proyectó precedida por un documental
dirigido por el propio Velo, Tierra Caliente.
Precisamente
con Cesare Zavattini, que visita México en 1955, escribió las tres historias
que debían componer México mío, proyecto que no llegó a
realizarse. Por esas mismas fechas, Velo trabaja en la que será su película más
importante, un documental sobre el torero Juan Procuna, Torero (1956), mezcla de
documental y película de ficción que, con gran éxito de público y de crítica, se
convertiría en pionera del cinéma-verité en la cinematografía
mexicana. Fue director de producción de Nazarín (1958) de Buñuel, y de las Sonatas
(1959) de Bardem. Ya en los años sesenta adaptará, con Carlos Fuentes y Gabriel
García Márquez, un relato de Juan Rulfo que se convertiría en El gallo de
oro (1964), dirigida por Roberto Gavaldón, y se propone la ardua
tarea de escribir, junto con Carlos Fuentes y Barbachano Ponce, y dirigir una
versión de Pedro
Páramo (1966) que tuvo muchos problemas con la censura y fue un
rotundo fracaso económico. Realiza algunas películas comerciales de escasa
entidad (Don
Juan 67, 1967; Cuatro de chocolate y uno de fresa, 1969; Alguien nos
quiere matar, 1970; y El medio pelo, 1971) y se dedica a la
producción de documentales desde una empresa creada con su esposa Angélica
Ortiz; a principios de los setenta, una vez disuelta la asociación profesional
y sentimental con su mujer, dirigirá el Departamento de Producción de
Documentales de los Estudios Churubusco, y desde 1975 el Centro de Capacitación
Cinematográfica.
Peor suerte
tuvieron, sin embargo, otros documentalistas que se destacaron durante la
República y la guerra. El colaborador de Velo, Fernando G. Mantilla, crítico
habitual de la revista Nuevo Cinema, después de mostrar en sus
trabajos durante la guerra su lealtad a la República y de colaborar en los
Servicios de Cine de la Subsecretaría de Propaganda, de ocupar el cargo de
Secretario General de la Federación Catalana de Espectáculos Públicos y de
participar en el proyecto de Sierra de Teruel, no volvió a trabajar en
el cine tras instalarse en México. Otro tanto ocurrió con Juan Manuel Plaza, crítico de
Nuestro
Cinema y notable documentalista de guerra, cuya única aportación al
cine en México fue la representación artística de Sara Montiel cuando ésta
visitó el país en 1950; y con Ángel Villatoro, realizador varias
películas de propaganda para la productora Film Popular, que ejerció
ocasionalmente como argumentista en el cine mexicano.
Otros, por el
contrario, tuvieron la posibilidad de desarrollar su talento en el país que los
había recibido. El escritor Eduardo Ugarte (1900-1955), que fundara con
García Lorca el grupo La Barraca, había trabajado, entre 1930 y 1932, como
traductor de diálogos para la Metro Goldwyn Mayer en Hollywood y, desde 1935
--a instancias de Buñuel, con quien había coincidido, al parecer, en Los
Ángeles-- como guionista para la productora Filmófono. Al iniciarse la guerra,
Ugarte, que formaba parte de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, se marcha
a París para trabajar con Buñuel en la legación diplomática. En el exilio
mexicano seguirá escribiendo para el cine (colaborará, entre otras, con Max Aub
en el guión de La monja alférez y en los diálogos de El globo de Cantolla, y de
nuevo con Buñuel en Ensayo de un
crimen (1955), adaptación de la novela de Rodolfo Usigli), dirigirá,
desde 1943, el departamento literario de Casa Film Mundiales, para lanzarse, al
año siguiente, al terreno de la dirección con la comedia musical Bésame mucho.
Tras el fracaso de su segunda película, Por culpa de una mujer (1945), volvió a
dedicarse a la escritura de guiones (El pasajero diez mil, 1946, de Miguel
Morayta; Calabacitas
tiernas, 1948, de Gilberto Martínez Solares) hasta que, en 1950,
empieza a dirigir para Manuel
Altolaguirre y Producciones Isla algunas películas: Yo quiero ser tonta (1950)
--basada en una obra de Arniches, su suegro, y escrita por Ugarte y
Altolaguirre--, Doña Clarines (1950) --adaptación de los hermanos
Quintero--, El
puerto de los siete vicios (1951) y Cautiva del pasado (1952)
–sobre un argumento de Concha Méndez.
El
gaditano-catalán Antonio Momplet (1899-1982) ha desarrollado la mayor parte de
su carrera cinematográfica en Argentina, aunque tuvo un paso fugaz por la
cinematografía mexicana. Había sido director
de la revista Cine Art y ejerció diversas tareas
relacionadas con el cine por medio mundo. En España dirige tres películas (Hombres
contra hombres, 1935; La farándula, 1937; y La millona, 1937) y se
exilia en 1937 a Buenos Aires. Sin embargo, en 1943 se traslada a México donde
ejerce como guionista (El corsario negro, 1944, de Chano Urueta; El que murió
de amor, 1945, de Miguel Morayta) y director de varias películas
(entre otras: Amok, 1944; Bel Ami o El buen mozo, 1946), para
regresar de nuevo, en 1946, a Buenos Aires, donde continúa su carrera.
El más
universal de los realizadores españoles desterrados, Luis Buñuel (1900-1983),
tenía ya antes de su exilio una cierta fama como cineasta debida a la dirección
de dos filmes surrealistas (Un chien andalou, 1929; y L’âge d’or,
1930) y un descarnado documental sobre Las Hurdes (Tierra sin pan, 1932). En
los años inmediatamente anteriores a la guerra creará con Ricardo María Urgoiti
la productora Filmófono, para la que Buñuel produce y supervisa cuatro
películas (Don
Quintín el amargao, 1935, de Luis Marquina; La hija de Juan Simón, 1935,
de José Luis Sáenz de Heredia; ¿Quién me quiere a mí?, 1936, de José Luis
Sáenz de Heredia; y ¡Centinela alerta!, 1936, de Jean
Grémillon; Eduardo Ugarte fue guionista de la primera y las dos últimas, y
dialoguista de la segunda); pero el inicio de la contienda dará al traste con
la continuidad del proyecto y Buñuel se pone al servicio de la República que,
en septiembre de 1936, le destina como agregado cultural –aunque sus
actividades no son exclusivamente culturales--en la embajada española en París,
cargo desde el que asesorará el montaje del film propagandístico Espagne 1937
(España
leal en armas, 1937, de Jean-Paul Le Chanois).
El final de la
contienda le sorprende, sin embargo, en Hollywood, donde Buñuel había llegado
en 1938 con la misión de supervisar dos películas sobre la guerra española que
nunca llegaron a rodarse. En la meca del cine, el joven director se queda de
repente sin trabajo y sin la posibilidad de volver a su país. En enero de 1941
Buñuel es contratado como asesor y montador jefe de documentales en el
Departamento de Asuntos Interamericanos de Museo de Arte Moderno de Nueva York,
e inicia los trámites para obtener la nacionalidad norteamericana; pero el
acoso de los sectores reaccionarios obligó al Museo a prescindir, en junio de
1943, de sus servicios. Se traslada de nuevo a Hollywood donde al año siguiente
empieza a trabajar para la Warner Bros como productor ejecutivo de versiones
españolas que nunca llegaron a hacerse y Buñuel acabará ejerciendo, durante
poco más de un año, de director de doblaje; allí intentará, sin conseguirlo,
llevar al celuloide algunos proyectos personales.
Fue la
industria mexicana la que dio a Buñuel la posibilidad de volver a situarse
detrás de la cámara después de diez años. En 1946 Buñuel se traslada a México
para dirigir una versión de La casa de Bernarda Alba que nunca
llegaría a realizarse; pero, una vez allí, el director aragonés contacta con el
productor Óscar Dancigers quien le encarga la realización del musical Gran Casino
(1947), protagonizada por Jorge Negrete y Libertad Lamarque . El fracaso de
este primer proyecto mexicano dejó a Buñuel en dique seco durante dos años,
período que aprovechará para escribir, junto con el también exiliado Juan
Larrea, el guión de Ilegible hijo de flauta, que nunca
llegaría a rodarse, y preparar, junto con otro refugiado republicano, Luis
Alcoriza, la que será su primera obra personal en el exilio mexicano: Los
olvidados. En 1949 Dancigers vuelve a confiar en Buñuel y le ofrece
la dirección de El gran calavera, comedia a medida del actor Fernando Soler
que, esta vez sí, fue un gran éxito de taquilla.
A partir de ese
momento, la carrera de Luis Buñuel despega. El éxito de su película hace
posible que el proyecto de Los olvidados se haga realidad en 1950 y
obtenga, pese al poco éxito y los muchos problemas que ocasionó a su director
–casi todos, desde parte del equipo de rodaje hasta ciertos sectores de la
crítica, pasando por los sindicatos, rechazaron la imagen que el director
ofrecía de México--, el Premio a la Mejor Dirección y el de la Crítica
Internacional en el Festival de Cannes de 1951. El mejor Buñuel, el de Un chien
andalou y L’âge d’or, había reaparecido reencarnado
en un realizador mexicano.
En realidad, el
director de Calanda se adaptó con enorme facilidad al funcionamiento de la
industria cinematográfica de su patria de adopción. Rodando en un máximo de
tres semanas, con escasos medios y con actores muchas veces impuestos, el genio
del aragonés se mueve como pez en el agua en el ámbito del melodrama o la
comedia, al que Buñuel añade siempre, aunque sea en detalles mínimos, la
presencia de lo subterráneo, la simbología surrealista; alternará, de ese modo,
la realización de películas más o menos “alimenticias” –en las que, a pesar de
todo, siempre puede reconocerse la impronta buñueliana-- con obras más
personales.
Dirige, así,
después de Los
olvidados, Susana (Carne y demonio) (1950); La hija del
engaño (1951), nueva versión del sainete de Arniches Don Quintín
el amargao; Una mujer sin amor (1951), que el propio
Buñuel ha considerado su peor película; Subida al cielo (1952), con guión de
Manuel Altolaguirre, productor asimismo del film; El bruto (1952), con un
guión escrito en colaboración con Luis Alcoriza que sufrió muchas modificaciones; la adaptación de Robinson
Crusoe (1952), su primera película en color, de producción
norteamericana; Él (1953), una de sus películas preferidas aunque un enorme
fracaso comercial; La ilusión viaja en tranvía (1953),
metáfora, según Sánchez Vidal [Luis Buñuel, págs. 189-190], del cine que
hace Buñuel en estos momentos: un tranvía incontrolado dentro de los estrechos
circuitos comerciales; la adaptación de Cumbres borrascosas, Abismos de pasión (1954), un viejo proyecto de 1933 al
que se impuso el reparto de una película musical; El río y la muerte (1954),
cinta de encargo rodada en dos semanas; Ensayo de un crimen (1955), la película
que le introdujo en la industria francesa: desde ese mismo año, con Cela
s’apelle l’aurore, Buñuel alternará el cine mexicano con el francés,
y a ésta seguirán La mort dans ce jardin (1956) y Los ambiciosos o La fièvre
monte à El Pao (1959), de producción francesa aunque rodadas en
México, y Journal
d’une femme de chambre (1964), su pasaporte definitivo a Europa.
Con Nazarín
(1958), adaptación de la novela homónima de Galdós, se inicia la etapa más
personal y de mayor libertad en la producción de Luis Buñuel en México. Los
saltos, todavía ocasionales, al viejo continente y un, cada vez mayor,
reconocimiento internacional van a alejar al director de las imposiciones de la
industria y, con ello, de la realidad mexicana. Si Nazarín todavía está
ambientada en el México rural en tiempos de la dictadura de Porfirio Díaz, en The Young
One (1960), de producción norteamericana, el escenario se traslada a
los Estados Unidos; Viridiana (1961) supone su regreso a
España –sobre el que volveré más adelante--; para El ángel exterminador (1962)
Buñuel hubiese preferido rodar en París o Londres y con actores europeos para
acentuar la ambientación lujosa que pretendía dar a su historia y, aunque
eligió actores que no parecieran mexicanos, lamentó la relativa pobreza de
medios; finalmente, la historia de Simón del
desierto (1965), última película mexicana en la que Buñuel ya no
pudo evitar su enfrentamiento con la industria de dicho país, pudo, por su
carácter abstracto, haber sido ubicada en cualquier otro lugar.
A partir de ese
momento Buñuel continuará su carrera en Francia (todavía realizará seis
películas más: Belle de jour ,1967; La Voie Lactée, 1969; Tristana, 1970, rodada en
España; Le
charme discret de la bourgeoisie, 1972; Le fantôme de la liberté,
1974; y Cet
obscur object du désir, 1977), aunque no abandonó nunca su
residencia en México, el país que lo había acogido –cuya nacionalidad le fue
concedida en 1949-- y en el que había crecido como director de cine. En 1978 el
gobierno mexicano le otorgó el Premio Nacional de las Artes.
Pero no sólo
estos escritores y directores tuvieron que salir del España debido a su lealtad
a la República. Les acompañaron en su peregrinación un buen número de actores
técnicos y músicos que se incorporaron, de mejor o peor manera, a la industria
mexicana. Es imposible realizar aquí una nómina detallada de los mismos, pero
sí es de justicia destacar algunos casos significativos.
De la
productora Filmófono procedían algunos de los actores exiliados en México, como
José
Baviera (1907-1981), uno de los más prestigiosos actores del cine
español anterior a la guerra, que en 1937 se había significado al rodar varias
películas de carácter social o propagandístico y que en su nueva patria obtuvo
un premio Ariel por su trabajo en La barraca (1944) e interpretó para Buñuel
Gran
casino (1946) y El ángel exterminador (1962); Ana María
Custodio (1908-1976) --hermana del escritor Álvaro Custodio y esposa
del compositor Gustavo Pittaluga--, que reparte su carrera entre Cuba, Nueva
York y México; José María Linares Rivas (1904) que, exiliado en 1938 a Cuba,
en 1947 se traslada a México donde desarrolló una larga carrera y trabajó con
algunos viejos conocidos como en Yo quiero ser tonta (1950) de Eduardo
Ugarte y Ensayo
de un crimen (1955) de Buñuel.
También el
equipo de rodaje de L’Espoir (Sierra de Teruel, 1938-39)
nutrió la nómina de exiliados en México. Nicolás Rodríguez alternará su trabajo como
intérprete con las de productor al fundar con su hermano Roberto la productora
Rodríguez Hermanos. Francisco Reiguera (? -1972), que había
sido asistente de Malraux, debutó en el cine mexicano escribiendo, produciendo
y dirigiendo la comedia Yo soy usted (1943), cuyo escaso éxito
obligó a Reiguera a ganarse la vida como actor secundario en un gran número de
películas (no volvería a dirigir hasta Ofrenda, en 1953); en 1957 es elegido por
Orson Welles para interpretar el papel de Don Quijote en su inacabada versión
de la obra de Cervantes y en 1965 trabajó con Louis Malle en Viva María.
Finalmente, del
rodaje de El
genio alegre, de Fernando Delgado, interrumpido en Córdoba por el
estallido de la guerra, procedían Rosita Díaz Gimeno (1911-1986), quien,
detenida en 1936 por los sublevados debido a su relación con Juan Negrín (hijo)
y canjeada por otros prisioneros, se instalará en Nueva York, aunque realizará
algunas incursiones en el cine mexicano; Edmundo Barbero, que huyó de Córdoba a
Lisboa, para pasar posteriormente al bando republicano y que, exiliado en Perú
y El Salvador, participará en Nazarín (1958) de Buñuel y en el episodio
mexicano de las Sonatas (1959) de Bardem.
A ellos habría
que añadir los nombres de Rafael María de Labra, Alfredo Corcuera, Pedro Elviro
“Pitouto”, Angel Garasa –que llegó a ser uno de los
fundadores de la Academia Mexicana de Ciencias y Artes Cinematográficas--, Florencio
Castelló, Consuelo Guerrero Luna, Asunción
Casal, Rafael Banquells, José Mora, Alfredo
Corcuera, Pepita Meliá, por citar tan solo un pequeño
número de la enorme lista de actores del cine español que se instalaron en
México como consecuencia de la Guerra Civil.
También muchos
técnicos se vieron obligados a exiliarse, lo que explica, según algunos
historiadores del cine, algunas de las carencias del cine español posterior a 1939. En México residieron, por
ejemplo, los escenógrafos Manuel Fontanals (1900 - ?) autor de los
decorados de Pedro Páramo (1966) de Carlos Velo, que obtuvo el premio de
escenografía de la Asociación de Periodistas Cinematográficos por su trabajo en
Miente y
serás feliz (1939), de Raphael J. Sevilla, y fue socio fundador
fundadores de la Academia Mexicana de Ciencias y Artes Cinematográficas; Vicente
Petit, quien había trabajado en Sierra de Teruel y obtuvo, como ya se ha
dicho, un Ariel por su trabajo en La barraca, en colaboración con Francisco
Marco Chillet, galardonado éste con otro Ariel por la escenografía
de En la
palma de tu mano (1950), de Roberto Gavaldón. Mención especial
merece el pintor José Renau (1907), que ya antes de la guerra había realizado
carteles de películas y que en su exilio mexicano realizará alguna escenografía
e incluso alguna película para la televisión.
Finalmente, el
capítulo de los músicos está ocupado por
Rodolfo
Halffter (1900) y Gustavo Pittaluga (1906-1975). Ambos, sobre
todo el primero, habían trabajado para el cine antes y durente la contienda y
en su exilio mexicano compusieron conjuntamente la música de Los
olvidados; Pittaluga volvería a trabajar con Buñuel en Subida al
cielo y en Viridiana.
Nuevas vocaciones
Pero no todos
aquellos exiliados republicanos tenían experiencia en el ámbito de la industria
cinematográfica. Algunos descubrieron, después de instalarse en México, que el
cine podía proporcionarles un medio de subsistencia ante la imposibilidad de
dedicarse a otras profesiones. Otros, simplemente, eran demasiado jóvenes
cuando se vieron obligados a dejar España con sus familias y descubrieron esa
vocación en su nueva patria.
De Paulino
Masip (1899-1963) dijo en algún momento Max Aub que se lo había
tragado el cine porque, dramaturgo y periodista de prestigio, novelista
prometedor, su carrera literaria pasará a un segundo plano por la dedicación
profesional como guionista y dialoguista cinematográfico, que alternará con sus
críticas en Cinema
Reporter. Para el cine mexicano escribió Masip, entre otras, El verdugo
de Sevilla (1942), de Fernando Soler, adaptación de una obra de
Muñoz Seca; Lo
que va de ayer a hoy (1945), No basta con ser charros (1945) y Los maderos
de San Juan (1946), de Juan Bustillo Oro; Jalisco canta en Sevilla
(1948), coproducción hispano - mexicana dirigida por Fernando de Fuentes y
protagonizada por Jorge Negrete; Yo soy charro de levita (1949), de
Gilberto Martínez Solares; Crimen y castigo (1950), de Fernando de
Fuentes, adaptación de la novela de Dostoievski.
También el
poeta y editor Manuel Altolaguirre (1905-1959) desarrolló su atracción por el
cine durante su exilio mexicano. Debuta como guionista de La casa de la Troya (1947),
de Carlos Orellana, basada en la exitosa novela de Pérez Lugín, y en 1950 creará Producciones Isla, empresa
desde la que produce algunas de las películas de Ugarte y Buñuel, además de
colaborar en sus adaptaciones y guiones (Yo quiero ser tonta, 1950; Doña
Clarines, 195; El puerto de los siete vicios, 1951; y Cautiva del
pasado, 1952; Subida al cielo, 1951) y que deberá cerrar
dos años después por problemas financieros. Poco antes de su muerte en un
accidente dirigió El cantar de los cantares, película inspirada en Fray Luis
de León y que fue presentada en el Festival de San Sebastián.
El dramaturgo Álvaro
Custodio (1914-?) se había exiliado primero a Cuba y se instala
definitivamente en México en 1945, donde ejercerá la crítica cinematográfica en
Cinema
Reporter y en el diario Excelsior (en 1952 publica una selección
de esos trabajos en Datos sobre el cine). Desde 1946 combinará
la crítica con el trabajo de guionista, adaptador y dialoguista
cinematográfico, y a partir de 1952 se dedicará fundamentalmente a la
televisión. Codialoguista de El canto de la sirena (1946), de Norman
Foster; guionista de Coqueta (1949), de Fernando A. Rivero, que
inicia una larga serie de trabajos de corte melodramático, como Mujeres en
mi vida (1949), de Fernando A. Rivero; Aventurera (1949), Sensualidad (1950) o Ni niego mi pasado (1951),
las tres dirigidas por Alberto Gout; Pobre corazón (1950), de José Díaz
Morales; También
de dolor se canta (1950) y Puerto de tentación (1950), de René
Cardona.
Un caso muy
particular es el de Julio Alejandro (1906-1995), militar y
hombre de letras, brazo derecho de Indalecio Prieto, que, después de recorrer
medio mundo (fue prisionero de los japoneses durante la IIª Guerra Mundial),
acabó escribiendo diálogos y guiones en México, donde colaboró con Buñuel en Nazarín,
Viridiana
y Simón
del desierto, y fue director artístico de El ángel exterminador.
A ellos habría
que añadir los nombre de otros escritores que ejercieron, más o menos
profesionalmente como guionistas, alternando muchas veces esa tarea con la
crítica cinematográfica: Alfonso Lapena; Antonio Monsell, que también
trabajó ocasionalmente como actor; Víctor Mora; Ramón Pérez Peláez; Sebastián Gabriel
Rovira; Carlos Sampelayo, fundador y director,
desde 1946, de la revista Foto-Film Cinemagazine; Francisco
Pina, autor de Charles Chaplin. Genio de la desventura y de la
ironía, 1952; José de la
Colina; y Emilio García Riera, eminente historiador
del cine mexicano.
De entre los
realizadores más jóvenes que surgieron de la oleada de exiliados de 1939 hay
que destacar, fundamentalmente, a Luis Alcoriza (1920-1992) y José Miguel
García Ascot.
El primero
había llegado a México procedente del Norte de África, donde se hallaba la
compañía teatral de su familia. Allí debuta en el cine como actor, con un
pequeño papel secundario en La torre de los suplicios (1940), de
Raphael J. Sevilla, al que seguirán otros, hasta que en 1946, con El ahijado
de la muerte de Norman Foster, empieza una nutrida carrera como
guionista junto con su mujer, la actriz Raquel Rojas (que firmaba como Janet
Alcoriza). Con El gran calavera (1949) –adaptación de una obra de Adolfo
Torrado y donde Alcoriza interpreta, además, un pequeño papel-- empieza su
colaboración con Buñuel que se prolongará durante los años siguientes: con él
escribirá Los
olvidados (1950), La hija del engaño (1951), El bruto
(1952), Él
(1952), El
río y la muerte (1954), La mort dans ce jardin (1956), La fièvre
monte à El Pao (Los ambiciosos, 1959) y El ángel
exterminador (1962); también Si usted no puede, yo sí (1950), de Julián
Soler.
En 1960, tras
rechazar otros encargos, Alcoriza tiene la oportunidad de debutar en la
dirección con Los jóvenes, sobre un guión escrito por él mismo. Años
después el director iba a renegar de su opera prima, alterada por los cortes
impuestos por la censura. Incidirá Alcoriza en el terreno del realismo social,
aunque en tono de comedia, con Tlayucán (1961), premiada en los
festivales de Karlovy Vary y San Francisco. Pero la película que le consagró
–y, como él mismo ha reconocido, su preferida-- fue Tiburoneros (1962),
triunfadora en el festival de Mar del Plata del año siguiente. Menos personales
fueron sus siguientes trabajo, Sapho 63 (1963), sobre una obra de
Alphonse Daudet, y en El gangster (1964). El interés de Alcoriza
por las comunidades primitivas y su interés por la realidad mexicana quedará
patente en Tarahumara
(1964), en la que, también con un tratamiento próximo al documental, dirige su
mirada sobre los indios de las montañas de Chihuahua, y a la que se concedió el
Premio de la Crítica Internacional en el Festival de Cannes.
En 1966 rodó
uno de los dos episodios –el otro lo dirigió Arturo Ripstein— de una
coproducción mexico-brasileña titulada Juego peligroso, que tuvo gran éxito
comercial. Inmediatamente después de estrenar La casa de cristal (1967)
regresa Alcoriza por primera vez a España con la intención de dirigir, en
colaboración con Ricardo Muñoz Suay, una versión de Divinas palabras de
Valle-Inclán que no llegó nunca a la pantalla. Tras el fracaso del proyecto,
regresará a México para rodar La puerta (1968) y una ambiciosa
adaptación de la novela de José Lezama Lima, Paradiso (1969). Después de El muro de silencio (1971),
que provocó un cierto escándalo al ser proyectada en la XX Semana Internacional
de Cine de Valladolid, Alcoriza dirige una de sus películas más destacadas, Mecánica
nacional (1971), considerada como una de las primeras del «Nuevo
Cine Mexicano», a la que seguirá Un episodio de Fe, Esperanza y Caridad
(1972). Con Gabriel García Márquez trabajó durante varios años en la escritura
de
Presagio (1974) que obtuvo una mención especial en el Festival de
Cine de San Sebastián; a ésta seguirán Las fuerzas vivas (1975), A paso de
cojo (1978), Semana Santa en Acapulco (1979), El amor es
un juego extraño (1983), Terror y encajes negros (1984), Lo que
importa es vivir (1985) y Día de difuntos (1987). En 1980, como se
explica más adelante, regresó a España donde realizó un par de películas.
José Miguel García Ascot
(1927-1986), hijo de un diplomático republicano, abandonó España en 1939,
todavía más joven que Alcoriza. En México realiza toda su formación: estudia
Filosofía y Letras (funda el Cineclub Universitario en 1951) y ejerce como
profesor de literatura, alternando esa dedicación con una labor como crítico en
la revista Nuevo
cine. Colabora en el guión de Raíces (1953) de Benito Alazraki, y en la
escritura de Torero (1956), de Carlos Velo, de Nazarín (1958), de Buñuel y
en la adaptación de las Sonatas de Valle-Inclán (1959), de Juan
Antonio Bardem. También en 1959 realizará las notas culturales del noticiario Cine-Verdad
de Teleproducciones.
Ese mismo año
realiza en Cuba dos episodios destinados a formar parte de una película
colectiva que debía titularse Historias de la Revolución (que,
finalmente, dirigiría en 1960 Tomás Gutiérrez Alea) y que, tras algunos
problemas, compondrían, junto con un tercero dirigido por Jorge Fraga, el
largometraje Cuba 58 (1962).
De regreso a
México escribe junto con su esposa María Luisa Elío y Emilio García Riera el
guión de En
el balcón vacío, que él mismo dirigiría --en fines de semana y días
festivos, a lo largo de un año-- en 16 mm., en blanco y negro y con escaso
presupuesto en 1962; la fotografía corrió a cargo de José María Torre y
trabajaron en papeles secundarios un buen número de españoles exiliados. La
película está dedicada “A los españoles muertos en el exilio” y desarrolla una
historia que recrea las circunstancias de la guerra civil y del exilio de la
propia María Luisa Elío. Probablemente la única película realizada por
exiliados españoles que trata el tema del exilio, y, además, una de las
primeras aventuras independientes del cine mexicano. Aunque tuvo escasa repercusión
en México y nunca se estrenó comercialmente, la película obtuvo el Premio de la
Crítica en el Festival de Locarno y el Giallo d’Oro en el de Sestri-Levante,
aunque dicho reconocimiento no pudo consolidar la carrera de García Ascot que,
en castigo a su osadía e independencia, se vio obligado a ganarse la vida como
director de cine publicitario, labor que ha alternado con la realización del
cortometraje dedicado a la pintora exiliada Remedios Varo (1966). Su retorno al cine
industrial se produce en 1979 con El viaje. Ha dirigido el cineclub del
Instituto Francés de la América Latina.
Otros
directores a destacar son Jaime Salvador (1901-1976) que aunque había
ejercido en Barcelona tareas de producción, debutó en Hollywood en 1938,
dirigió algunas películas en Cuba, y se instaló en México en 1941, donde
realiza la mayor parte de su obra; Miguel Morayta (1907), que había tenido en
España contacto con el cine como jefe de publicidad de la distribuidora
Renacimiento Films y que debuta en 1943 como director de melodramas.
En
representación de los técnicos de esa generación de jóvenes exiliados hay que
mencionar a José María Torre (1922-1981), que llegó a México con su
familia en 1939; fotógrafo de varias películas de García Ascot, rodó algunos
documentales y fue profesor en el Centro Universitario de Estudios
Cinematográficos.
Los actores Luis
Rodríguez, Alicia Rodríguez, Dolores Jiménez del Castillo
debutaron en el cine mexicano siendo todavía niños; ésta última interpretó Dulce madre
mía (1942), de Alfonso Patiño Gómez, que trata de la emigración de
una niña española a México por causa de la guerra civil. A ellos hay que añadir
los nombres de Emilia Guiu, Liliana Durán, José R. Goula, José Pidal,
Roberto
Banquells, Augusto Benedico, Micaela Castejón, Ofelia
Guilmain, por mencionar tan solo unos pocos de una interminable
lista.
El regreso
El retorno, más
o menos simbólico, de los cineastas exiliados en México a su país de origen se
produjo en diversas oleadas que tienen bastante que ver con la actitud de
dichos profesionales con la dictadura que desde 1939 sometía a España. El
Congreso de Cine en Castellano, celebrado en Madrid en 1947 y bajo el espíritu
imperialista de la hispanidad, fue una primera toma de contacto que abrió las
puertas a las coproducciones hispano-mexicanas y a la que sólo se adhirieron
aquellos emigrados que se habían comprometido menos con la República y no
temían la falta de libertad de expresión que amordazaba al país (el caso, por
ejemplo, del ya mencionado Díaz Morales).
Desde finales
de los años cuarenta y durante la década siguiente, un buen número de actores
fueron regresando al cine español, con mayor o menor fortuna. La mayoría no
había tenido una militancia pública en el bando de los vencidos y no pesaba
contra ellos ninguna causa política.
También lo
hicieron, por esas misma fechas, algunos directores, como Antonio Momplet y
Miguel Morayta. El primero regresa en 1952 y dirige, entre 1953 y 1963 seis
películas comerciales de escaso interés (entre ellas incluso un spaguetti-western).
Morayta alternó el cine mexicano con el español, rodando unas cuantas
coproducciones especializadas en «folklóricos» (Lola Flores, Carmen Sevilla,
Joselito) y en las gemelas Pili y Mili. Por cierto que algunas de ellas
estuvieron decoradas por Manuel Fontanals.
Peor suerte
tuvieron los directores más inquietos. A principios de los años sesenta la
productora UNINCI de Juan Antonio Bardem ejerció en varias ocasiones de puente
para el regreso, siquiera temporal, de algunos de estos exiliados a España. No
es casual que el primer proyecto de la productora y de su director, la versión
cinematográfica de las Sonatas (1959) de Valle-Inclán, fuera una
coproducción hispano-mexicana rodada parcialmente en México –concretamente, el
episodio de la Sonata de estío— y con participación de un buen número de
profesionales vinculados al exilio republicano (los actores Edmundo Barbero,
Micaela Castejón, los productores García Ascot y Carlos Velo).
Será también
UNINCI quien se haga cargo de la parte española en la producción de Viridiana
(que, aunque con financiación de Gustavo Alatriste, consta oficialmente como
película española). El caso del retorno de Buñuel, que se convertiría en una
suerte de padrino de los jóvenes realizadores, a España es bien significativo.
En 1960 Buñuel regresa por primera vez desde la Guerra Civil a su país de
origen, al que volverá al año siguiente para rodar Viridiana. La experiencia
sirve para demostrar al aragonés que la libertad que empezaba a gozar en el
ámbito de la industria mexicana y francesa es imposible en la España
franquista. La película pasó la censura previa, aunque ésta obligó a Buñuel a
cambiar el final. Pero el escándalo se desató cuando le fue concedida la Palma
de Oro en el Festival de Cannes y un artículo en L’Osservatore Romano cargó
contra ella. Fue destituido fulminantemente el Director General de
Cinematografía por haber recogido el premio en Cannes y la película fue
prohibida en España y no se estrenó hasta 1976. El escándalo que supuso Viridiana
motivó que el siguiente proyecto de Buñuel en España, el rodaje de Tristana,
estuviera prohibido hasta 1969 y fuera necesaria una entrevista con el entonces
Ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne, para despejar el
camino a la película.
También Luis Alcoriza sintió en algún momento la
necesidad de “regresar” (aunque nunca llegó a participar en él antes de la
guerra) al cine español, si bien tendrá que esperar hasta 1980, cuando escribe
y dirige Tic-Tac,
una coproducción hispano-mexicana que no tuvo demasiado éxito comercial; tardó
diez años en volver a trabajar en España, también en coproducción
hispano-mexicana, en una adaptación de la novela de Miguel Delibes, La sombra
del ciprés es alargada. En 1996 el actor y director Fernando Fernán
Gómez hizo su particular homenaje póstumo al humor negro de Alcoriza, tan afín
al del propio Fernán Gómez, dirigiendo en Pesadilla para un rico un argumento del
director exiliado, fallecido algunos años antes.
Son algunas excepciones que demuestran que, en el fondo, el retorno no era posible porque aquella España que se habían visto obligados a abandonar en 1939 había quedado enterrada bajo los escombros de la guerra. Por otra parte, la total integración en el cine mexicano, la aparición en España de un nuevo cine que pocas veces se acordó de sus hermanos mayores exiliados y las restricciones impuestas por la censura no facilitaron el contacto. La herida que la Guerra Civil había abierto en el cine español no se llegó a cerrar nunca
Proyecto Clío
Bibliografía
Amell,
Samuel, «Cine y novela, una relación conflictiva: el
caso de Max Aub», en Cecilio Alonso (edit.), Actas del Congreso Internacional «Max
Aub y el laberinto español», Vol. 2, Valencia, Ayuntamiento de
Valencia, 1996; págs. 725-733.
Aranda,
J. Francisco, «Altolaguirre y el cine», Ínsula,
154 (1959); pág. 11.
Aranda,
J. Francisco, Luis Buñuel. Biografía crítica, Barcelona, Lumen, 1969.
Aranda,
J.Francisco, «Recuerdo del cine español emigrado», Arte
fotográfico, 237 (septiembre 1971); págs.
Aub,
Max, Sierra de Teruel, México, Era, 1968.
Aub,
Max, «Largo pie para una fotografía de Luis Buñuel
por las calles de México», Ínsula, 320-321 (julio - agosto 1973);
pág. .
Aub,
Max, Conversaciones con Buñuel, Madrid,
Aguilar, 1985.
Ayala
Blanco, Jorge, La aventura del cine mexicano, México,
Era, 1968.
Barbachano,
Carlos, Luis Buñuel, Barcelona, Salvat, 1986.
Buñuel,
Luis, Mi último suspiro, Barcelona, Plaza &
Janés, 19876.
Colina,
José de la, «Los transterrados en el cine mexicano», en Varios, El exilio
español en México 1939-1982, México, Salvat / F.C.E., 1982;
pags.661-678.
Colina,
José de la y Pérez
Turrent, Tomás, Luis Buñuel. Prohibido asomarse al interior,
México, Joaquín Mortiz, 1986.
Chaboud,
Charles, «Buñuel et le nouveau cinéma méxicain», Positif,
74 (marzo 1966); págs. 59-60.
Escalona
Ruiz, Juan, «La “novela con embudo”: el cine en la
narrativa de Max Aub», en Cecilio Alonso (edit.), Actas del Congreso Internacional «Max
Aub y el laberinto español», Vol. 2, Valencia, Ayuntamiento de
Valencia, 1996; págs. 735-744.
Fuentes,
Víctor, «El exilio creador de Buñuel: su periplo
norteamericano», en José María Naharro Calderón (Coord.), El exilio de las Españas de 1939 en las
Américas: «¿Adónde fue la canción?», Barcelona, Anthropos, 1991;
págs. 401-416.
Fuentes,
Víctor, Buñuel en México, Zaragoza, Instituto de Estudios
Turolenses / Gobierno de Aragón, 1993.
Fuentes,
Víctor, «Luis Buñuel: novela; una excavación
crítica-dialógica», en Cecilio Alonso (edit.), Actas del Congreso Internacional «Max
Aub y el laberinto español», Vol. 2, Valencia, Ayuntamiento de
Valencia, 1996; págs. 769-778.
García
Riera, Emilio, Historia documental del cine mexicano, 9
tomos., México, Ediciones Era, 1969-1978.
Gorla,
Paola Laura, «El exilio del cine español en
Hispanoamérica», en Luis de Llera Esteban (coord.), El último exilio español en América,
Madrid, Mapfre, 1996; págs. 705-740.
González
de Garay, Mª. Teresa, «Introducción» y «Apéndices
bibliográficos» a Paulino Masip, El gafe o la necesidad de un responsable y otras
historias, Logroño, Gobierno de la Rioja, 1992; págs. 9-46 y 231-264,
respectivamente.
Gubern, Román, Cine español
en el exilio, Barcelona, Lumen, 1976.
Gubern,
Román, «Max Aub en el cine», Ínsula, 320-321
(julio-agosto 1973), pág. 11.
Gubern,
Román, «Cine español en el exilio», en José Luis
Abellán (ed.), El exilio español de 1939, vol. 5, Madrid, Taurus, 1978;
págs. 91-188.
Mahieu,
José Agustín, «Las migraciones de cineastas
españoles», Cuadernos
Hispanoamericanos, 473-474 (noviembre - diciembre 1989), págs.
27-44.
Mahieu,
José Agustín, «El periodo mexicano de Luis Buñuel», Cuadernos
Hispanoamericanos, 358 (1980), págs. 156-172.
Martínez,
Carlos, «Teatro y Cine», en Crónica de una emigración,
México, Libro Mex, 1959; págs. 67-79.
Ríos,
Juan A., «Un amigo “raro” de Max Aub: Eduardo
Ugarte», en Cecilio Alonso (edit.), Actas del Congreso Internacional «Max Aub y el
laberinto español», Vol. 2, Valencia, Ayuntamiento de Valencia,
1996; págs. 779-786.
Romo,
Manuel, «Max Aub, cineasta en la sombra», Cartelera
Turia, 1638. Suplemento Cinema Jove, 26-6 / 2-7-1995; págs. 7-9.
Sadoul,
Georges, Historia del cine mundial. Desde los orígenes hasta
nuestros días (Trad. de Florentino M. Torner), México, Siglo XXI,
19762.
Sánchez
Vidal, Agustín, Luis Buñuel. Obra cinematográfica, Madrid,
Ediciones J. C. , 1984.
Sánchez
Vidal, Agustín, «Juan Larrea y Luis Buñuel: convergencias y
divergencias en torno a Ilegible, hijo de flauta», en J.M. Díaz de
Guereñu (ed.), Al amor de Larrea, Valencia, Pretextos, 1985; págs. 121-145.
Sánchez Vidal, Agustín, «Los
exilios de Luis Buñuel», en Destierros aragoneses, Zaragoza,
Institución Fernando el Católico, 1988; págs. 151-165.
Sánchez Vidal, Agustín, Luis Buñuel,
Madrid, Cátedra, 1994.
Sánchez
Vidal, Agustín, «Luis Buñuel: novela», en Cecilio Alonso
(edit.), Actas
del Congreso Internacional «Max Aub y el laberinto español», Vol. 2,
Valencia, Ayuntamiento de Valencia, 1996; págs. 753-786.
Valender,
James, «Introducción» a Manuel Altolaguirre, Obras
completas, vol. II, «Tercera parte: Guiones de cine », Madrid,
Istmo, 1989; págs. 323-348.