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Ricardo Ibars Fernández - Licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Zaragoza
Idoya López Soriano - Licenciada en Historia por la Universidad de Zaragoza
ÍNDICE
3. LAS RELACIONES ENTRE LA HISTORIA Y EL CINE
4. LA HISTORIA COMO GÉNERO: EL CINE HISTÓRICO
5. EL CINE COMO DOCUMENTO HISTÓRICO
5.1. EL CINE COMO REFLEJO DE UNA SOCIEDAD
5.2. EL CINE COMO REFLEJO DE UNA SITUACIÓN POLÍTICA.
5.2.3. EL CINE ULTRADERECHISTA DE LA ERA REAGAN-BUSH
5.3. EL CINE COMO REFLEJO DE UNA IDEOLOGÍA
5.3.1. EL CINE PROPAGANDÍSTICO
EL NAZISMO EN EL CINE: EL TRIUNFO DE LA VOLUNTAD
Las relaciones entre la Historia y el cine se
remontan a los primeros tiempos del arte cinematográfico.
Las razones
para esa temprana y fecunda relación son varias. Por un lado son razones
similares a las que produjeron el auge de la novela histórica en el siglo XIX
durante el Romanticismo. La naturaleza del cine como espectáculo hizo que los
cineastas buscaran escenarios exóticos y alejados en el tiempo como una forma
más de atraer a los espectadores a las salas de exhibición.
Por otro
lado, la realización de argumentos que transcurren en escenarios remotos
permite a los guionistas y directores plantear reflexiones filosóficas e
incluso morales relacionadas con el momento en el que están viviendo pero que
al estar situadas dentro de escenarios históricos adquieren un aire más
ejemplarizante y universal.
Ambos
factores se conjugan, por ejemplo, en la película Intolerancia (Intolerance,1916),
de D. W. Griffith donde unos decorados suntuosos y carísimos (especialmente en
las escenas de la antigua Babilonia) estaban puestos al servicio de un alegato
defensivo contra las críticas que había recibido su anterior película El
nacimiento de una nación (Birth of a nation,1915), película
sobre la que volveremos más adelante. Los escenarios históricos (la época de
Cristo, la Francia de Carlos IX, la antigua Babilonia) le sirven a Griffith
para proponer la tesis de que la intolerancia que él ha sufrido es el principal
mal que ha sufrido la humanidad a lo largo de los siglos, convirtiendo así,
gracias a la utilización de la historia, un caso particular en algo universal.
No obstante, esa suntuosidad y aparatosidad de la puesta en escena no evitaron
que la película se convirtiera en un fracaso.
Por último,
hay que tener en cuenta que el interés del cine por la Historia se enmarca
también dentro de un proceso de popularización de la Historia cuyo consumo deja
de ser exclusivo de las clases intelectuales para pasar a ser privilegio de las
clases obreras y populares. A este respecto, no hay que olvidar que muchas de
las primeras películas intentan reflejar las condiciones de vida de la clase
trabajadora. De hecho, no es casualidad que la primera película rodada por los
hermanos Lumière esté titulada Salida de los obreros de la fábrica
de la que existen dos versiones, una en 1894 y 1895, película cuya influencia
se dejará sentir incluso en España donde ya en 1897 Fructuoso Gelabert rueda
Salida
de los trabajadores de la fábrica España Industrial.
Sin embargo,
estas primeras muestras no deben hacernos olvidar que si bien el cine era un
arte “popular” los primeros discursos cinematográficos estaban enunciados desde
la perspectiva del poder ya que las productoras cinematográficas estaban en
manos burguesas.
La situación
cambiará en los años 20 con la revolución rusa y las películas soviéticas
hechas para glorificar la revolución y donde las masas obreras se convierten en
los protagonistas de hecho, como veremos en próximos apartados.
A partir de
los años 50, el desarrollo de la televisión y de los medios de comunicación y
de la industria del cine hace que se potencie la cultura de masas e incrementa
el interés de dicha industria por los temas históricos. Es la época, por
ejemplo de los grandes “epics” hollywoodienses.
A partir de
los 60 y especialmente, después de Mayo del 68, las cuestiones de la política
internacional más reciente adquieren una especial relevancia en los medios de
comunicación (la guerra fría, las tensiones con la URSS, Vietnam, nuevos
movimientos sociales) y todo ese interés se traslada también al cine.
Otro factor que influye en el interés por reflejar la Historia en el cine, especialmente la historia inmediata, son las políticas de la memoria y el interés que tiene revisar y reflexionar acerca del pasado inmediato como consecuencia de haberse producido un cambio social y/o político importante. Así, la transición española se dejó sentir de forma muy clara en el cine, especialmente a partir del año 77, como veremos más adelante.
Como vemos,
la relación entre el cine y la Historia ha sido larga pero no ha estado exenta
de polémica y debate. A examinar esos problemas es a lo que vamos a dedicar el
siguiente apartado.
Desde que el cine empezó
a tratar argumentos históricos el tema ha estado rodeado de polémica. A ese
respecto, el primer gran escándalo que se recuerda quizás sea el desatado a raíz
del estreno en 1915 de El nacimiento de una nación debido a la
fuerte carga racista que impregna el argumento de la película y la
interpretación que hace de hechos como el nacimiento del Ku-klux-klan y de la
causa sudista. La manzana de la discordia estaba servida.
Dicha
polémica ha ido repitiéndose en determinadas ocasiones a raíz del estreno de
películas muy concretas y eso hasta fechas muy recientes. A este respecto no
está de más recordar la discusión suscitada hace unos años debido al gran éxito
comercial e internacional de La vida es bella (La vita è
bella, 1997) del italiano Roberto Benigni. Tras el estreno de la película
en Cannes se alzaron diversas voces en medios de comunicación como “Le Monde”,
“Liberation”, “Telerama” o incluso la prestigiosa “Cahiers du Cinéma” acusando
a la película poco menos que de blasfema por utilizar el tema del Holocausto
para realizar una comedia.
Esta controversia recuerda también a la aparecida con ocasión del estreno de Holocausto (Holocaust, Marvin J. Chomsky, 1978) cuando se planteó la cuestión de si el cine da a conocer o trivializa la Historia.
En resumen,
las preguntas planteadas por la utilización de la Historia en el cine podrían
resumirse de la siguiente manera:
1)
¿Hasta qué punto el cine permite
entender la Historia seria? Esta pregunta está
asociada al tema del valor pedagógico del cine y su valor como herramienta
didáctica.
2)
¿Cuál es el valor histórico del cine?
Esta pregunta se refiere a valor del cine como documento o testimonio
histórico.
3)
¿El cine refleja la historia o la
deforma? Aquí entraríamos de lleno en el tema del cine
propagandístico y político.
Sin embargo, el debate que se crea con motivo de la emisión en 1978 de Holocausto y de la encuesta realizada por Habermass por aquellas fechas está mal planteado desde el principio. La cuestión fundamental no es si el cine falsea, trivializa u obstaculiza la verdad histórica, puesto que el cine no es la “Historia”, sino sólo una manifestación o testimonio de la misma o, incluso, una herramienta para conocer la Historia. Y, como tal herramienta, debe ser sometida a un severo proceso de crítica al igual que ocurre con las demás fuentes históricas. Hay que incidir no en “si” el cine transmite la Historia sino en el “cómo” la transmite.
Es decir, el valor del cine para el conocimiento de la Historia depende de dos factores:
1)
La capacidad del espectador para entender la película e interpretarla
como una manifestación más de un momento histórico determinado así como su
capacidad para seleccionar y distinguir los elementos del argumento de una
película que realmente tiene valor histórico de aquellos que son solamente
dramáticos y que sólo sirven a la narración.
2)
El uso crítico que el historiador haga
del cine como herramienta para enseñar Historia. Ese uso exige una capacidad
crítica y de selección no sólo de los elementos históricos del argumento sino
también de los restantes elementos que componen una película (guión, montaje,
producción, etc.).
Se trata de
un debate similar al mantenido acerca del valor didáctico de la novela
histórica, pero en este caso el debate ya está superado hace tiempo. Tanto los
historiadores como los novelistas (e incluso los historiadores metidos a
novelistas) tienen asumido que la “novela histórica” es un género literario y
que, como tal, es antes “literatura” que “historia” y, como tal literatura, se
aceptan ciertas licencias en beneficio de la narración. Pero el uso de esas
licencias no deslegitima su valor como herramienta para aprender Historia; al
contrario, el modo en que se cuenta la Historia nos dice mucho acerca del
momento presente en que ha sido escrita la novela.
Sin embargo,
parece ser que ese debate todavía no está superado en lo que respecta al cine
como lo demuestra la polémica suscitada por La vida es bella a la
que hemos aludido anteriormente.
Entonces, la
pregunta es ¿por qué este debate aún se suscita en el cine? Uno de los factores
que contribuye a la perpetuación de ese debate puede ser la capacidad única que
tiene el cine para crear arquetipos perdurables en el imaginario colectivo de
los espectadores. Así, es difícil para el espectador de hoy en día imaginar por
ejemplo a personajes históricos concretos como Espartaco sin ponerle la cara de
Kirk Douglas u oír hablar de hechos históricos como el incidente del acorazado
Potemkin sin acordarnos de la escena de la matanza en las escaleras de Odessa,
aunque nunca ocurriera.
También
creemos que la actualidad del debate acerca de la “historicidad” del cine se
debe a la especial naturaleza del mismo como plasmación de “imágenes en
movimiento”, lo que acerca al arte cinematográfico más a la vida real que otras
manifestaciones artísticas, como la escultura, la pintura o la literatura. Es a
esa cualidad a la que alude Marc Ferro cuando afirma: “Actualidad o ficción, la
realidad que el cine ofrece en imagen resulta terriblemente auténtica”[1].
No obstante
es esa cualidad de autenticidad la que puede hacer que el cine sea tan valioso
para el historiador tal y como resalta el filósofo y ensayista cinematográfico
Julián Marías: “El cine es, en principio al menos, la máxima potencia de
comprensión de una época pretérita. ¿Por qué? Porque realiza el milagro que se
le pide a la literatura o a la historia científica: reconstruir un ambiente,
una circunstancia. Eso que para las palabras es un prodigio inverosímil, lo
hace el cine sólo con existir”[2].
En los
siguientes apartados intentaremos responder a las tres preguntas planteadas
anteriormente aludiendo a algunos ejemplos cinematográficos concretos.
J. M. Caparrós Lera hace una clasificación del cine
histórico de ficción en tres apartados[3]:
1)
Películas de valor histórico o sociológico,
que para él serían “aquellos films que, sin una voluntad directa de “hacer
Historia”, poseen un contenido social y, con el tiempo, pueden convertirse en
testimonios importantes de la Historia, o para conocer las mentalidades de
cierta sociedad en una determinada época”.
2)
Películas de género histórico.
Según Lera, aquí “cabe enclavar aquellos títulos que evocan un pasaje de la
Historia, o se basan en unos personajes históricos, con el fin de narrar
acontecimientos del pasado aunque su enfoque no sea muy riguroso”.
3)
Películas de intencionalidad histórica.
Serían “aquellos que, con una voluntad directa de “hacer Historia”, evocan un
período o hecho histórico, reconstituyéndolo con más o menos rigor, dentro de
la visión subjetiva de cada realizador, de sus autores”.
Hemos tomado esta clasificación, detallándola un poco más, como punto de partida para analizar las relaciones entre la Historia y el cine y así intentar contestar a las tres preguntas que planteábamos en el apartado anterior.
A
continuación vamos a estudiar el valor que puede tener el género histórico para
la enseñanza y el aprendizaje de la Historia.
En una
estadística de 1980 se decía que casi el 7% de los profesores de Historia en
Europa occidental utilizaban el cine para sus clases de Historia. Una década
más tarde esa cifra se había multiplicado por cinco. Actualmente, el C.A.P.
(Curso de Adaptación Pedagógica) incluye los medios audiovisuales en sus planes
de estudio.
Así pues,
parece que, en principio, el cine sirve para enseñar Historia. Sin embargo esta
afirmación, dicha así, puede resultar muy general.
Miquel Porter
i Moix, establece que el cine puede aprovecharse para la enseñanza en tres
sentidos: “enseñanza en el cine, enseñanza por el cine y enseñanza del cine”[4]. El
valor del cine para aprender Historia se enmarcaría dentro del segundo
supuesto.
La enseñanza
de la Historia mediante el cine requiere unas habilidades críticas y selectivas
por parte del docente de los contenidos de la película y también por parte del
espectador para poder aprovechar ese aprendizaje.
Por ejemplo,
Pere Balaña y Abadía, en su artículo
“¿Se aprende historia con el cine?”[5]
cita el caso real de un profesor de Historia que había mandado a un alumno suyo
como recuperación para las vacaciones un trabajo de Historia Contemporánea
tomando como punto de partida cualquiera de las películas emitidas por
televisión durante ese verano. A la vuelta de las vacaciones el alumno no
entregó el trabajo, aduciendo que no habían pasado “ninguna película válida
para el estudio de la Historia Contemporánea”. Asombrado, el profesor repasó la
cartelera televisiva de aquellos meses y comprobó que entre las películas
emitidas se encontraba, por ejemplo, La reina de África (The
African queen, John Huston, 1951) que, sin ser una película propiamente
histórica hubiera podido dar pie a realizar un buen trabajo sobre el
colonialismo europeo, sus formas de penetración (como las misiones), los
enfrentamientos producidos durante la I Guerra Mundial entre alemanes e
ingleses por el reparto de África, etc.
¿Qué había
pasado? Simplemente, que el alumno no había sabido extraer esa información de
la película que tenia delante al faltarle las herramientas necesarias para el
análisis, herramientas que implican no sólo un conocimiento previo de ciertas
claves históricas sino un conocimiento de los elementos que componen la
película. Sobre este último aspecto volveremos más adelante al hablar del cine
propagandístico
Como vemos
por el caso anteriormente citado, con el cine por sí solo no se puede aprender
Historia. El cine sirve para aprender más o mejor la Historia, para reforzar el
aprendizaje de la misma, pero es necesario que haya unos conocimientos mínimos
previos. Nadie puede aprender Historia sólo mediante una película. Alguien que
lo hiciera así obtendría una visión distorsionada de la misma que no se ajusta
a la realidad. Imaginemos por ejemplo, que tras una catástrofe mundial
intentáramos reconstruir la Historia de Roma basándonos en Gladiator
(Ridley Scott, 2000), la Edad Media según Ivanhoe (Richard Torpe,
1952), la Francia de Luis XIV mediante La máscara de hierro (The
man in the iron mask, Randall Wallace, 1998) o la época de la I Guerra
Mundial mediante Leyendas de pasión (Legends of the fall, Edward
Zwick, 1994). La persona que intentara aprender Historia así se encontraría
ante el mismo tipo de limitaciones que el arqueólogo cuando intenta describir
la vida prehistórica tomando como base solamente los restos materiales.
Otra de las
limitaciones del cine en cuanto al conocimiento histórico se debe a su reducido
ámbito de atención ya que normalmente se ha centrado casi siempre en narrar los
grandes sucesos, las vidas de los grandes personajes (reyes, princesas, nobles,
tiranos, etc.) sin tener en cuenta que “el asunto de la historia es el espíritu
y las costumbres de las naciones, es decir, las formas de la vida”[6], algo
mucho más difícil de reflejar en una película.
Pero, a pesar
de esas limitaciones, mediante un conocimiento previo y el apoyo del profesor,
las películas anteriormente citadas sí podrían ayudar a una mejor comprensión
de aspectos históricos como la importancia de los espectáculos públicos en la
antigua Roma; los ideales caballerescos y del amor cortés; las monarquías
absolutas o la guerra de trincheras y de posiciones.
De todos
modos, es cierto que deberíamos hacer una distinción entre aquellas películas
que utilizan la Historia simplemente al servicio de espectáculo (caso de
algunas de las que acabamos de citar) y aquellas que proponen una reflexión más
profunda sobre la época, los hechos o los personajes que reflejan como es el
caso por ejemplo de películas como Julio César (Julius Caesar,
Joseph L. Mankiewicz, 1953), Un hombre para la eternidad (A
man for all seasons, Fred Zinemann, 1966), Winstanley (Kevin
Bronlow y Andrew Mollo, 1975), El gatopardo (Il gattopardo, Luchino
Visconti, 1962), Senderos de gloria (Paths of glory, Stanley
Kubrik, 1957), Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, David
Lean, 1962) o Tierra y Libertad (Ken Loach, 1995), por poner
algunos ejemplos.
No obstante,
en una película, sea de género histórico o no, el espectador que quiera
aprender historia debe estar preparado para separar lo “histórico” de lo
puramente “dramático”. Así, Julián Marías recuerda la polémica suscitada entre
los historiadores y críticos españoles tras el estreno de El Cid
(Anthony Mann, 1961) a raíz de las supuestas “inexactitudes” históricas de la
misma. Como comenta el ensayista, se trata de una película, no de un tratado de
historia o arqueología, cuya finalidad es diferente, y dichas inexactitudes
serían irrelevantes en comparación con el placer producido después de pasar
tres horas en la Edad Media, en la España del Cid, por muy idealizada que dicha
época esté. Por ese mismo criterio, señala muy acertadamente, habría que
quitarle todo valor de disfrute a las obras de Shakespeare o a la pintura
renacentista. Y añade: “Y las inexactitudes efectivas –que las hay –son en su
gran mayoría licencias que la ficción se permite siempre: ¿por qué ha de
haber licencias poéticas y no cinematográficas? El Cid no murió en la lucha por
Valencia, ciertamente; pero sólo dos años después [...] Y ¿es que puede
pedírsele un director cinematográfico que resista a la tentación de la última
escena impresionante del Cid muerto cabalgando fantasmalmente por la playa
[...] ? Sobre todo cuando el ganar batallas después de muerto forma
parte de la realidad popular y tradicional del Cid”[7].
Como vemos,
es totalmente lícito (y aún deseable en ocasiones) el tomarse esas licencias en
beneficio de la dramatización pero es que, además, esas “falsedades” pueden
convertirse en sí mismas en un “hecho histórico” cuando se cometen a sabiendas
con una clara intencionalidad coyuntural. Por ejemplo, un film tan conocido
como El acorazado Potemkin (Bronenosets Potyomkin, Sergei
Eisenstein, 1925) contiene numerosas falsedades históricas de las cuales la más
flagrante es la escena más famosa, la de la matanza en las escaleras de Odessa,
hecho que nunca ocurrió, al igual que la escena en que los marineros son
cubiertos con una lona para ejecutarlos. También se silencia el hecho de que el
barco, tras refugiarse en el puerto rumano de Constanza, fue devuelto a la
armada zarista. Ello no invalida el valor histórico y didáctico de la película,
sino que, de hecho, lo incrementa. La película sirve bien para explicar las
tensiones existentes entre las distintas clases de la Rusia zarista previas al
estallido de la revolución y esas “falsedades históricas” sirven para
testimoniar el afán del gobierno bolchevique por glorificar dicha revolución,
sus antecedentes y sus héroes como un ejemplo más de la propaganda
característica de dicho régimen.
Este valor
didáctico de las películas de género histórico se refuerza, como acabamos de
ver, cuando en la película en cuestión el tema histórico a tratar está influido
por las propias circunstancias históricas del momento en que la película es
realizada. Así se puede comprobar como la interpretación de determinados hechos
históricos está mediatizada muchas veces por la época en que se produce dicha
interpretación.
Así pues, una
película como Espartaco (Spartacus, Stanley Kubrik, 1960)
no puede entenderse completamente sin hacer referencia al momento en que fue
realizada o a las circunstancias personales de los que la hicieron. La película
puede utilizarse muy bien para entender aspectos de la Roma clásica como el
conflicto entre optimates y populares, los espectáculos públicos, la
importancia de los esclavos en los latifundios romanos, la institución de la
dictadura romana, etc.
Sin embargo,
el mensaje político de la película no pertenece a la época romana sino a la
época en que se realizó la película y dicho mensaje sólo puede comprenderse
sabiendo lo que supuso en los Estados Unidos la “caza de brujas” de comunistas
emprendida por el senador McCarthy. El guionista de la película, Dalton Trumbo,
había sufrido el ostracismo de las famosas “listas negras” viéndose obligado a
firmar guiones con otro nombre. En otras ocasiones se había dado incluso la
absurda circunstancia de elegir a “guionistas de paja” que firmasen en lugar de
los auténticos. La situación llegó al extremo cuando dos guionistas, Carl
Foreman y Michael Wilson, ni siquiera pudieron recoger el Oscar por el guión de
El puente sobre el río Kwai (The bridge on the river Kwai, David
Lean, 1957), al no estar firmado por ellos, sus autores verdaderos, sino por
Pierre Boullé, el autor de la novela en que se basa la película.
Sólo sabiendo
eso podemos entender cuál es la significación real del discurso de Craso (Lawrence
Olivier) ante la salida de las tropas de Roma, o la escena en que le muestra al
senador popular Cayo Graco (Charles Laughton) la lista de proscripciones que ha
elaborado para purgar el senado de “malas” influencias.
La
significación histórica de Espartaco es doblemente importante si
tenemos en cuenta, además, que, gracias al empeño de su productor y
protagonista Kirk Douglas y de los actores Laurence Olivier, Charles Laughton y
Peter Ustinov, fue el primer guión que Dalton Trumbo pudo firmar con su
auténtico nombre después de muchos años de anonimato, constituyéndose así en
una marca cronológica indudable del fin de la “caza de brujas” anticomunista
norteamericana.
En nuestro
propio país tenemos varios ejemplos en los que el pasado más reciente es abordado
de diferentes maneras dependiendo del momento en que se realizasen las
películas, incluso dentro de un lapso de pocos años. Nos estamos refiriendo,
claro está, a las películas que abordan el tema de la Guerra Civil. La
necesidad de exorcizar un hecho tan traumático para nuestro país como fue la
Guerra Civil y la consecuente dictadura propició tratamientos tan diferentes
que van desde unos primeros acercamientos metafóricos (La caza,
Carlos Saura, 1965 y Furtivos, Jose Luis Borau, 1975) a intentos
más abiertos por recuperar la memoria de los militantes de izquierdas (Los
días del pasado, Mario Camus, 1977), a la utilización del conflicto
como excusa para hablar del presente (El Crimen de Cuenca, Pilar
Miró, 1979), a la comedia alegórica (La vaquilla, Luis G.
Berlanga, 1985) y a los intentos de reflexión e interpretación desde posturas
ideológicas concretas (Tierra y Libertad, Ken Loach, 1995)
Todos estos
ejemplos nos llevan de la mano al siguiente aspecto de nuestro estudio, el cine
como testimonio de un momento social y político.
Respecto al
título de este apartado, Marc Ferro comentaba que “todos los filmes son
históricos, incluso los pornográficos, todo filme tiene una sustancia
histórica”[8] y
esto es así porque “la cámara revela el comportamiento real de la gente, la
delata mucho más de lo que se había propuesto. Descubre el secreto, exhibe la
otra cara de una sociedad, sus lapsus”[9].
Esa cualidad
reveladora del cine es una de las causas de la existencia de la censura
cinematográfica, pero la existencia de la censura no minimiza el valor del cine
como testimonio sino que, incluso, hasta lo aumenta, pues como cualquier otra
fuente, el cine puede ser tan revelador por lo que dice explícitamente como por
lo que no dice o no se le permite decir.
En la misma línea que lo dicho por Marc Ferro, una de las conclusiones que puede extraerse del estudio que hace Miquel Porter i Moix en “El cine como material para la enseñanza de la Historia”[10] es que de cualquier película, aunque no pretenda historizar, sino solamente narrar un argumento de corte dramático, se pueden sacar más valores de interpretación histórica que de muchas otras obras de carácter pseudohistórico. Para Miquel Porter, cualquier película puede convertirse en un elemento utilizable para la docencia de la Historia si se le somete a un conveniente estudio crítico, es decir, que el problema radica en saber diseccionar los elementos históricos que subyacen en cada película.
Esto es así
porque las películas, como cualquier otra realización humana, no pueden menos
que reflejar la mentalidad de los hombres que la han hecho y de la época en que
vive. El especialista estadounidense en Historia del cine Martín A. Jackson,
fundador del “Historians Film Committee”, ha definido esta cualidad del cine
del siguiente modo: “El cine tiene que ser considerado como uno de los
depositarios del pensamiento del siglo XX, en la medida que refleja ampliamente
las mentalidades de los hombres y las mujeres que hacen los films. Lo mismo que
la pintura, la literatura y las artes plásticas contemporáneas, el cine ayuda a
comprender el espíritu de nuestro tiempo.” y, en 1974, manifestó: “El cine
[...] es una parte integrante del mundo moderno. Aquel que se niegue a
reconocerle su lugar y su sentido en la vida de la Humanidad privará a la
Historia de una de sus dimensiones, y se arriesgará a malinterpretar por
completo los sentimientos y los actos de los hombres y las mujeres de nuestro
tiempo”[11].
Por último
conviene citar también al profesor de la Universidad de la Sorbona Pierre
Sorlin, para quien lo dicho anteriormente es posible porque una “película está
íntimamente penetrada por las preocupaciones, las tendencias y las aspiraciones
de la época. Siendo la ideología el cimiento intelectual de una época [...]
cada film participa de esta ideología, es una de las expresiones ideológicas
del momento”[12].
Son estas afirmaciones, desde la de Miquel Porter a la de Pierre Sorlin, a las que dedicaremos el resto de nuestro estudio, tratando de demostrarlas a partir de algunos ejemplos concretos.
Recuperando
la afirmación anterior de Pierre Sorlin, añadamos que las películas son un
testimonio y a la vez testigos de la Historia y de ahí su importancia como
fuentes auxiliares para la investigación histórica.
Por poner
sólo unos ejemplos, las comedias sentimentales de Frank Capra, de los años 30 y
40, no son sino un reflejo del optimismo que trataba de insuflar en la sociedad
estadounidense el New deal del presidente Roosevelt después de la gran
debacle que supuso el crack del 29. Incluso una película no precisamente
optimista como Las uvas de la ira (The grapes of wrath, John
Ford, 1940) no podía finalizar sin mostrar, después de todos los sufrimientos
de la familia protagonista, un campamento gubernamental de acogida,
autogestionado por sus ocupantes, haciendo énfasis en la ideología
“rooseveltiana” del esfuerzo colectivo como solución a la crisis económica, el
mismo mensaje que puede observarse en una película de tono tan diferente como
Juan
Nadie (Meet John Doe, Frank Capra, 1941).
No sólo las
circunstancias económicas sino también la mentalidad de la época no pueden
evitar aparecer en la gran pantalla. Así, las películas norteamericanas de
gangsters de los años 30 y 40 no pueden evitar el mensaje moralizante común de
la época que presentaban al delincuente como un mal social que debe ser
erradicado. Así, en la mayoría de las películas de la época, el delincuente
debe sufrir el castigo o la muerte como consecuencia de sus delitos tal como
sucede en películas como, El pequeño César (Little Caesar, Mervyn
Le Roy, 1931), Scarface (Howard Hawks y Richard Rosson, 1932) o
Al
rojo vivo (White heat, Raoul Walsh, 1949), sólo por citar
algunas.
Pero no sólo
Estados Unidos fue pródigo en este tipo de cine. En Asía, el hindú Satyajit Ray
con su Trilogía de Apu formada por las películas El
lamento del sendero (Pather panchali, 1952-55), El
invencible (Aparajito, 1957) y El mundo de
Apu
(Apur sansar, 1959) y el japonés Yasujiro Ozu con sus películas como
Primavera
tardía (Banshun, 1949), Cuentos de Tokio (Tokyo
monogatari, 1953) o El sabor del sake (Sanma no aji, 1962)
destinadas a analizar los cambios sufridos por la institución familiar a lo
largo del tiempo en el Japón de posguerra, constituyen los representantes más
destacados de este “cine social”.
Por otra
parte, en Europa podemos encontrar movimientos artísticos como el cine
neorrealista italiano que fue definido precisamente por su principal ideólogo
Cessare Zavattini como un “cine de atención social” centrado en los problemas
de la sociedad italiana de posguerra como el hambre, la pobreza, la
marginación, la delincuencia o la situación de la mujer. Claros ejemplos de
esta tendencia los tenemos en obras como Roma, ciudad abierta (Roma,
cittá aperta, 1945) de Roberto Rossellini; La tierra tiembla
(La terra trema, 1948) y Rocco y sus hermanos (Rocco e
i suoi fratelli, 1960) de Luchino Visconti; El ladrón de bicicletas
(Ladri di biciclette, 1948) de Vittorio de Sica; Arroz amargo
(Riso amaro, 1948) de Giussepe de Santis o La strada
(1954) de Federico Fellini, por citar sólo algunas de las películas y
directores más conocidos.
Otra muestra
de este cine social europeo pero en fechas más cercanas lo podemos encontrar
también en las películas de Eric Rohmer, que diseccionan el comportamiento
pequeño-burgués de la juventud intelectual francesa de los años 60 y 70.
Tampoco
debemos olvidarnos del cine español de los años del franquismo cuando las
películas de directores como J. A. Bardem (Muerte de un ciclista,
1955; Calle Mayor, 1956), Marco Ferreri (El pisito,
1958; El cochecito, 1960) o Luis G. Berlanga (Bienvenido
Mr. Marshall, 1952; El verdugo, 1963), actúan como
catalizadores del período, transmitiendo las frustraciones y esperanzas de la
clase media española de la época y en algunos casos, como en las dos últimas
películas, contienen también un importante y claro mensaje acerca de la
política norteamericana de la época y de la pena de muerte ejercida por el
régimen franquista.
Más tarde, el
boom económico de los años 60 producido por las medidas del I Plan de
Desarrollo Económico y el incremento del turismo tendrá su reflejo también en
películas en las que se tratará de demostrar que en el país “soplaban nuevos
vientos” y una situación idílica que si bien no se daba en la realidad si
transmitía las aspiraciones de la clase media.
Incluso la
represión sexual del español medio dio lugar a un conocido género
cinematográfico ya durante los años 70, el llamado landismo, por el
actor Alfredo Landa, que llegó a crear todo un arquetipo cinematográfico, el
español medio, acuciado por el deseo sexual y un cierto complejo de culpa que
logra superar a base de bastante picaresca y caradura.
Como vemos,
el cine es capaz de plasmar las ansias, aspiraciones, deseos y características
de una sociedad a lo largo del tiempo, pero su poder evocador no termina ahí,
pues también es capaz de reflejar en sus temáticas y argumentos los avatares y
cambios políticos que jalonan la historia de un determinado país, tal y como veremos
a continuación.
Cuando en 1947 se inicia la "guerra fría" entre Occidente y la URSS, en los Estados Unidos comienza un período de conservadurismo político que llega a afectar a toda la sociedad norteamericana, especialmente a los intelectuales de izquierda, los cuales son perseguidos, denunciados y condenados. A este período, que se prolongó políticamente hasta 1955, aunque sus huellas en la psique colectiva y la vida cultural aún tardarían mucho por desaparecer, se le conoce como "McCarthysmo" o "cacería de brujas". Y el McCarthysmo entendió muy bien el papel del desarrollo de la industria cinematográfica en el quehacer del pueblo norteamericano. Una vez establecidas las condiciones externas e internas para la creación, en 1938, de la tristemente célebre Comisión de Actividades Antiamericanas), se prepara para buscar en Hollywood a "las brujas comunistas".
Los grandes centros
de poder financiero junto a las grandes productoras, con el fin de alimentar
adecuadamente el McCarthysmo, deciden hacer las tristemente famosas “listas
negras”, que significaba que toda persona incluida en esta lista no tendría
trabajo en ninguna producción de Hollywood, e incluso su poder llegaría más
allá de las fronteras norteamericanas. La manera de "blanquearse" era
mediante el reconocimiento de haber pertenecido a un sindicato, o de reconocer
haber sido miembro del Partido; y además, aquí viene la tragedia de la
sociedad, dar nombre de otros miembros que hayan incurrido en lo anterior. Este
solo hecho de "dar nombres" ya serviría para el guión de una gran
película de terror. Y es así que muchos optaron por este "blanqueo",
siendo los caso más dolorosos los de Elia Kazan y Edward Dmytryk, en cuanto a
su genialidad como directores y su triste paso a delatores.
Un hecho tan
decisivo en la vida política y cultural norteamericana y con tal especial
incidencia en el cine, era evidente que acabaría reflejándose de un modo u otro
en la gran pantalla y así vemos como la paranoia y el complejo de culpabilidad
que llegó a generar el McCarthysmo llegó a impregnar todos los géneros
cinematográficos durante los años 50: el western (Solo ante el peligro,
High noon, Fred Zinnemann, 1952); el drama social (La ley del
silencio, On the waterfront, Elia Kazan, 1954); el de ciencia
ficción y terror (La invasión de los ladrones de cuerpos, Invasión
of the body snatchers, Don Siegel, 1956) y, como hemos visto anteriormente,
hasta el cine “de romanos” (Espartaco, Spartacus, Stanley
Kubrik, 1960).
Otro ejemplo
de cómo las circunstancias políticas llegan a tener su reflejo en las películas
de cine lo tenemos en el importante cambio que supuso para nuestro país el
período de la transición. Entre las películas que abordan frontalmente la
frágil y difícil situación política de aquellos días figuran ejemplos bastante
radicales que denuncian la resistencia del fascismo a desaparecer (Camada
negra, Manuel Gutiérrez Aragón, 1977), denuncias de las torturas y del
peligro de la existencia de grupos ultraderechistas incontrolados (Los
ojos vendados, Carlos Saura, 1978), la dificultad de las
reivindicaciones obreras (Con uñas y dientes, Paulino Viota,
1977) y películas de tono ferozmente comprometido como las de Eloy de la
Iglesia (El diputado, 1978 y Miedo a salir de noche,
1979). En la primera de estas dos películas De la Iglesia hurga en las
contradicciones de un diputado de izquierdas acomplejado por su homosexualidad,
mientras que en la segunda es un valiente alegato contra una campaña de la
ultraderecha que trataba de identificar la democracia con inseguridad ciudadana
y criminalidad.
Junto a las
anteriores, también tenemos películas de ambición pseudo-documental, que
reflejan graves acontecimiento políticos ocurridos durante el período de la
transición como el asesinato de Carrero Blanco y el terrorismo de ETA en Operación
Ogro (Gillo Pontecorvo, 1979), rodada
justamente en los años en que dicho terrorismo golpeaba con más saña, ó
7
días de enero (Juan Antonio Bardem, 1979) que no sólo refleja el
asesinato de los abogados laboralistas de Atocha a manos de pistoleros de
extrema derecha, sino las tensiones previas al suceso que dieron lugar a la
llamada “semana negra” de Madrid. En películas como ésta se pueden encontrar
muchas claves para entender lo que fue la transición.
Finalizaremos
nuestro análisis del cine como reflejo de unas circunstancias políticas
atendiendo a uno de los arquetipos cinematográficos más fácilmente
identificables con la reciente política norteamericana. Nos estamos refiriendo
a las películas de la saga “Rambo” protagonizadas por Silvester Stallone.
No cabe duda
de que el personaje de Rambo fue un catalizador de la sociedad norteamericana,
un símbolo de la transformación de su política exterior. Su cuerpo musculado,
su uso de las armas y sus acciones violentas representan mejor que cualquier
otra imagen la vuelta a la vieja idea de la glorificación de la guerra contra
la amenaza del enemigo externo. Gracias a sus películas uno puede analizar los
modos de pensamiento que prevalecieron durante ese período.
No es
casualidad que el estreno de Acorralado (First Blood, Ted
Kotcheff, 1982) tuviera lugar en 1982, durante el primer mandato del presidente
Reagan. La película narraba cómo un inadaptado excombatiente del Vietnam era
perseguido injustamente por las fuerzas del orden de una pequeña localidad
norteamericana y en especial por el vengativo sheriff local. La película así
convertía a Rambo en un símbolo del rebelde contra el sistema corrupto que
había provocado el fracaso en Vietnam y que luego se negaba a pagar las
consecuencias.
Tres años más
tarde, con Reagan ya consolidado en el poder en su segundo mandato se estrena
Rambo
(Rambo. First Blood part II, George Pan Cosmatos, 1985) con un cambio
sustancial en la historia y el rol protagonista que acaba convirtiéndose en el
símbolo del poder norteamericano. Ahora, el combate de Rambo se desplaza desde
la corrupción local hacia los ejércitos vietnamitas y soviéticos. Ésta fue una
de las primeras películas hollywoodienses de los 80 que utilizó el ataque
contra el comunismo como medio de distraer la atención del espectador
norteamericano de los problemas internos de su país. Ronald Reagan incluso se
identificó a sí mismo cuando declaró que, después de haber visto Rambo, sabría
como tratar con los iraníes la próxima vez que cometieran un acto de violencia
contra los Estados Unidos, en una clara alusión a la crisis de los rehenes que
había tenido lugar durante el mandato de su antecesor Jimmy Carter. Rambo
pasaba así a convertirse en un símbolo de la salvaguarda de la justicia
norteamericana.
De este modo,
el país evolucionó de la época de la política exterior antibeligerante de Jimmy
Carter, considerado como un presidente “débil”, a la época conservadora
anti-comunista del presidente Reagan. Hollywood no tuvo ningún reparo a la hora
de producir películas que glorificaban a los Estados unidos como el protector
de la justicia y el derecho mundial.
Las películas
de justiciero armado se convirtieron en un tópico habitual de Hollywood durante
los doce años siguientes al segundo film de Rambo y sólo pueden comprenderse
relacionándolas con la política exterior de Reagan y Bush. Los mandatos de
ambos presidentes republicanos marcaron una tendencia en ciertas películas de
Hollywood que remarcaban el paralelismo entre los tipos duros que luchaban
contra los malos y la política exterior agresiva de los Estados unidos.
Así, a
mediados de los 80 otro tipo duro había recogido el testigo directo dejado por
Rambo. Nos estamos refiriendo a Arnold Schwarzenegger, no por casualidad actual
gobernador de California, cuya frase repetida en varias películas “Volveré” se
convirtió casi en un eslogan del revanchismo norteamericano que tras sus
sucesivos fiascos en Vietnam, el Medio Oriente y Nicaragua intentaría volver a
establecer y demostrar su superioridad militar gracias a la Guerra del Golfo
durante la era Bush. El intento de potenciar el sentido de amenaza exterior fue
fácilmente asimilado por las películas de Schwarzenegger como Conan el
Bárbaro (Conan the barbarian, John Milius, 1982 y su secuela por
Richard Fleischer en 1984), Comando (Commando, Mark L.
Lester, 1986) o Depredador (Predator, John McTiernan,
1987). En cada una de ellas, “el bueno de Arnie” se convertía en el vengador de
una amenaza exterior cuyo principal representante es un misterioso y poderoso
enemigo (un brujo, un dictador bananero o un extraterrestre) cuyo refugio está
en un lugar distante del hogar del héroe y que finalmente es destruido por el
hipermusculado guerrero ario.
La era de
Reagan y Bush fue prolífica en ese tipo de películas. A las de Stallone y
Schwarzenegger habría que sumar otras películas que aludían ya sin ambages al
peligro cubano (Amanecer Rojo, Red dawn, John Milius,
1984) o a la amenaza terrorista, como las protagonizadas por Chuck Norris, otro
de los justicieros de la época, Invasión U.S.A (Joseph Zito,
1985) y Delta Force (Menahem Golan, 1986), títulos que en sí
mismos ya lo dicen todo.
Todas estas películas trabajaron para imbuir en el público norteamericano un falso sentimiento de amenaza externa a la vez que de seguridad en el poder militar norteamericano frente a dichas amenazas y su lucha moral contra los demonios del comunismo y el terrorismo anti-americano. El mensaje subyacente a las películas de justiciero individualista era que, al final, el justiciero vengador e individualista, pese a haberse saltado la legalidad, quedaba redimido por haber salvado al mundo civilizado del mayor de los peligros. Como vemos, se trata de un mensaje que el segundo de los Bush no ha dudado en reactivar en circunstancias más actuales.
5.3.1. EL CINE PROPAGANDÍSTICO
Marc Ferró opinaba
que las películas no son solo válidas como documento sino por permitir al
estudioso interesantes aproximaciones socio-históricas al periodo en que se
produjo la película. Pero para poder realizar tales aproximaciones era
necesario que el historiador no se limitase a analizar el contenido argumental
de la película, ni siquiera sus planos y secuencias, sino que también debe
analizar las relaciones entre todos los elementos que componen la película: el
guión, el montaje, los decorados, la fotografía, las circunstancias de la
producción y la escritura del guión, etc.
Esto es
especialmente importante para las películas concebidas con una clara intención
propagandística, pues dicha carga muchas veces no se transmite de forma directa
sino subliminal, tanto más efectiva cuanto más inconsciente sea por parte del
espectador a través de elementos como pueden ser el montaje, la alteración del
orden de los planos, las posiciones de la cámara, el uso de la banda sonora,
etc.
El conocimiento por
parte del historiador de todos estos elementos puede ayudarle a contextualizar
determinadas películas y a dotarlas de toda su significación atendiendo al
período y a la ideología con las que fueron concebidas.
Es
a mediados de los años 20 cuando el cine soviético hace su entrada en los
mercados europeos con una serie de películas dedicadas a glorificar el tema de
la lucha de clases y la emancipación del proletariado. Se trataba, sobre todo,
de películas de partido cuya importancia radica en que, por primera vez en la
historia del cine, aparece el proletariado representado en la pantalla desde su
propio punto de vista y sus intereses de clase, y no, desde el punto de vista
de la burguesía o las clases adineradas.
A
este respecto debemos mencionar películas como La huelga (Stachka,
Sergei Eisenstein, 1926), quizás la primera película en la que la masa es
el protagonista colectivo y de ahí que no contase con actores profesionales.
También
hemos mencionado anteriormente El acorazado Potemkin (Bronenosets
Potyomkin, 1925), del mismo director. Ambas películas son una buena muestra
de la principal innovación del cine soviético: la magnífica utilización del
montaje cinematográfico con fines propagandísticos, algo de lo que tomará
también muy buena nota el cine nazi. Según Román Gubern, “la construcción de su
universo icónico se lleva a cabo mediante un montaje hiperfragmentado,
parcelado, atomizado y manipulado virtuosamente, y con frecuente recurso a las
construcciones simbólicas y metafóricas”[13].
Una
buena prueba de ello es la matanza de obreros de La huelga equiparada,
por medio del montaje, con la matanza de las reses en el matadero en una
virtuosa escena.
En
El acorazado Potemkin ¿quién no recuerda los planos cortos de la
carne llena de gusanos, seguidos de la escena en que los oficiales arrojados al
mar se debaten entre el oleaje?, ¿o el paso del acorazado entre los otros
buques de la flota, mientras los cañones se alzan saludándose como brazos
humanos? Por no hablar del magnífico uso del montaje en la escena de las
escaleras de Odessa con la gente que huye y cae abatida por los disparos,
mientras los cosacos de la guardia van descendiendo y disparando de forma
acompasada e implacable. No se les ven las caras, sino solamente los uniformes
y las botas relucientes, consiguiendo dotar a la escena de una fuerza mucho más
intensa al no personalizar el poder tiránico con un rostro concreto mientras
que en el caso de las víctimas, el dramatismo y el patetismo se acentúan por el
uso de enormes primeros planos.
El
otro gran genio del cine ruso es, sin duda, Vsevolod Pudovkin. A él también le
gustaba jugar con los simbolismos y con los contrastes irónicos por medio del
montaje como, por ejemplo, en El fin de San Petersburgo (Konets
Sankt-Peterburga, 1927) donde vemos las escenas dramáticas de las
trincheras frente a imágenes de las cotizaciones de la bolsa. En esta misma
película se nos muestra también un consejo de guerra pero, al igual que hiciera
Eisenstein, no vemos ni una sola cara, sólo los pechos cargados de medallas a
ambos lados. En Tempestad sobre Asia (Potomok Chingis-Khana,
1928) el director nos muestra de forma repetida y casi obsesiva la mano
ensangrentada del comerciante inglés, etc.
Las
revolucionarias aportaciones de los cineastas soviéticos al arte del montaje
cinematográfico ensancharon enormemente el área de lo que se podía comunicar en
la gran pantalla, y esa influencia se haría sentir en otros países de Europa
como en Francia y en Alemania, especialmente durante el período nazi.
Las
similitudes existentes entre el cine nazi y el cine soviético son lógicas,
teniendo en cuenta que en ambos casos se trató de un cine fuertemente dominado
por el aparato estatal, sujeto a un férreo control burocrático por parte de sus
respectivos partidos y que, a la postre, no dejaban de ser producto de dos
países dominados por un sistema político totalitario y basados en el culto a la
personalidad de sus líderes supremos.
Hoy
en día es algo comprobado por parte de los historiadores del cine que una parte
del cine nazi tomó como referencia los grandes modelos del cine soviético. De
este cine, los nazis tomaron el gusto por el montaje rítmico, el tono retórico de los planos, con
contrapicados, enfáticos ángulos de cámara, la afición por los primeros planos
muy ceñidos de rostros o la representación de planos del cielo dotándolos de
gran contenido dramático gracias al uso de filtros fotográficos.
A
veces la influencia se deja notar por contraste, pero aún así es evidente: las
masas desbordadas y hormigueantes que aparecen en Octubre (Oktyabr,
Sergei Eisenstein, 1927) obtienen su reflejo antitético en los desfiles y
paradas de masas organizadas rígidamente en El triunfo de la voluntad
(Triumph des Willens, 1935) y Olimpiada (Olympia, 1936)
de Leni Riefenstahl.
Como
señala Román Gubern[14],
estas similitudes han originado aproximaciones críticas entre dos obras, en
principio tan aparentemente antagónicas como El acorazado Potemkin
y El triunfo de la voluntad.
La
propia Leni se defendió de este paralelismo alegando que no se podían comparar
ambas obras al tratarse la primera de una película de puesta en escena, un
“film orientado” y, la suya, un documental. Ella siempre se defendió de las
acusaciones de propagandista nazi diciendo que se había limitado a ser una mera
“documentalista”, a filmar lo que ocurrió durante el Congreso nazi de 1935
celebrado en Nuremberg. Sin embargo dichas afirmaciones, como veremos a
continuación, son sólo verdades a medias.
Respecto
a tales afirmaciones hay que decir que si El triunfo de la voluntad
es un documental, la organización del Congreso que documenta obedeció a una
colosal puesta en escena, teniendo siempre en cuenta la presencia y
localización de las treinta cámaras que lo iban a filmar. Por esa razón se
puede decir que tanto El triunfo de la voluntad como Olimpiada,
la película posterior de Leni sobre los Juegos Olímpicos de Berlín, inauguran
un género nuevo, mezcla del documental y del cine propagandístico para las
cámaras.
El
triunfo de
la voluntad no se limita a filmar lo que ocurrió
de forma átona y neutra sino que hace uso de todos los medios de que dispone el
cine para manipular la realidad: se rodaron tomas adicionales en estudio, se
trastocó la cronología de los hechos en beneficio del discurso político de la
película, se utilizó el montaje y la fotografía con una clara intencionalidad.
Si Leni filmó el Congreso, se puede decir que luego lo reconstruyó en su
estudio gracias al montaje y la moviola y todo ello en función de su clara
intencionalidad propagandística.
A
continuación, veremos brevemente algunos ejemplos destacados por Román Gubern[15] de
ese uso propagandístico del montaje cinematográfico de El triunfo de la
voluntad puestos al servicio de la ideología nazi:
-
La película se inicia con las imágenes
del águila imperial y la cruz gamada.
-
A continuación la película sigue con
unas tomas aéreas del avión de Hitler que, además de remitir al famoso eslogan
utilizado por Hitler en su campaña electoral “Hitler sobre Alemania”
sirven para asimilar a Hitler con un enviado celestial, metáfora que es
subrayada con la imagen de Nuremberg abriéndose entre la bruma ante la llegada
del líder nazi.
-
En el trayecto de Hitler desde el
aeropuerto a su hotel mientras desfila entre las masas, Hitler es fotografiado
a veces de pie en el automóvil contra el sol, para que su perfil aparezca
rodeado por una aureola luminosa. Del mismo modo, en un momento, al realizar el
saludo nazi la luz del sol se refleja en la palma de la mano como si Hitler
fuera el depositario de una energía divina.
-
El tema del fuego aparece repetidamente
a lo largo de la película (en los conciertos nocturnos, la consagración de las
banderas, etc.) con una gran carga simbólica, pues se trataba de una imagen de
poder, regeneración y vida además de un símbolo de germanidad.
-
La visualización y el sonido de los
tambores y trompetas remite a las legiones del imperio Romano.
-
El homenaje a los caídos de la I Guerra
Mundial es escenografiado casi como si de una ceremonia religiosa se tratase,
con Hitler, Lutzer y Himmler avanzando en formación triangular (con Hitler en
el vértice, huelga decirlo), convirtiéndoles en una especie de sacerdotes
paganos y siendo rodada desde un emplazamiento elevado como si fueran
contemplados por una divinidad celeste que bendijera el rito.
-
El führer es siempre fotografiado en
contrapicados que le magnifican y, frecuentemente, contra el cielo o las nubes.
En fin, podríamos seguir con muchos más ejemplos, pero el sentido de la película ya parece evidente con éstos que acabamos de mencionar. Todos los elementos estéticos y todo el montaje y la fotografía de la película no son fruto del azar sino algo plenamente calculado, y tienen como eje central el tema del culto a la personalidad del führer.
Todo esto no hace sino ratificar la importancia de que el historiador que quiera utilizar el cine como fuente histórica conozca perfectamente los fundamentos técnicos del mismo. Sólo así puede analizarse una película como ésta, esta “obra maestra del mal” en palabras de Román Gubern y descubrir a la vez que advertir del peligroso y aterrador mensaje que contienen sus fascinadoras imágenes.
Pero no pensemos que sólo regímenes dictatoriales como el soviético y el nazi han utilizado en su beneficio el cine como elemento propagandista. También otros regímenes, sean totalitarios o no, han acudido a él con motivo de circunstancias más o menos excepcionales como puede ser la de una contienda bélica. Es el caso de los documentales rodados por Frank Capra y John Ford durante la 2ª Guerra Mundial por encargo del Ministerio de Defensa de su país o de películas como La más bella (Ichiban utsukushiku, 1944) de Akira Kurosawa, para animar el esfuerzo en la productividad industrial de las mujeres japonesas durante dicha contienda.
En el caso de los cineastas norteamericanos, Frank Capra fue llamado a Washington para darle el encargo de realizar una serie de siete documentales que llevarían el título genérico de ¿Por qué luchamos? (Why we fight?). Se sabe que Capra, antes de acometer tal tarea, estudió con gran atención los documentales rodados por Leni Riefensthal que hemos descrito anteriormente y si bien se dice que inicialmente se sintió desanimado ante los logros de aquella, está claro que supo tomar buena nota de las técnicas utilizadas puesto que tanto La batalla de Rusia (The battle of Russia,1943) como La guerra llega a los Estados Unidos (War comes to America,1945) utilizan sabiamente la mezcla de material documental con material de ficción para conseguir los fines patrióticos propuestos, constituyéndose así en representaciones idealizadas (al igual que sus películas “de ficción” a las que antes hemos aludido) de la América de la época pero que son, por ello, más reveladoras que ninguna otra cosa acerca del sentir y el pensar de la época.
John Ford también utilizó la técnica del “falso documental” en Furia en el Pacífico (December 7th, 1943). Dicha película, planteada como un documental sobre el ataque a Pearl Harbour, incluyendo sus preliminares y las consecuencias posteriores, está rodada, en realidad, una semana después de los hechos en cuestión, mezclando material de archivo, con planos filmados realmente allí pero manipulados luego en la moviola para darles una intencionada estructura narrativa, y otras imágenes filmadas ex-profeso para la ocasión, que incluyen conversaciones con soldados muertos que nos hablan de sus familias y otras escenas destinadas a estimular la sensibilidad del espectador con vistas a justificar moralmente la presencia de los norteamericanos en la guerra.
El otro documental más conocido de Ford es La batalla de Midway (The battle of Midway, 1942). La intención de dicho documental era sin duda ambiciosa: rodar in situ una de las batallas que supuestamente iba a ser de las más decisivas para el desarrollo de la guerra dándole así el mayor realismo posible (Ford incluso llegó a recibir heridas de metralla en un brazo mientras filmaba uno de los ataques). Sin embargo, tal loable intención no hace olvidar la índole evidentemente propagandista del proyecto, reforzada mediante un montaje destinado a potenciar el sentimiento triunfalista de los norteamericanos. Esa intención resulta aún más evidente al visionar las imágenes finales de la película: unos rótulos escritos a mano nos informan de las bajas sufridas por los japoneses mientras un marine norteamericano pinta sobre ellos el signo de la victoria en un brillante color rojo.
Como no podía ser menos, ambos documentales ganaron sendos premios Óscar al mejor documental, si bien hay que decir que bastante merecidamente, especialmente en el caso de Furia en el Pacífico, toda una obra maestra del arte cinematográfico al margen de su mayor o menor verismo.
Por lo que respecta a la película de Kurosawa, La más bella (Ichiban utsukushiku, 1944), ésta relata las vicisitudes de un grupo de mujeres que, tras haber abandonado sus hogares, trabajan como voluntarias en una fábrica de lentes de precisión para los aviones de guerra japoneses. Los esfuerzos de dicho grupo de mujeres por aumentar la productividad ante las dificultades bélicas que travesaba su país, sobreponiéndose a distintas calamidades (enfermedades, accidentes, rencillas, muertes de familiares o el simple y llano agotamiento) centran el interés de la película. La película es de ficción pero está narrada con un evidente tono realista y casi semi-documental para aumentar su efectividad sobre los sentimientos del espectador (de hecho, Kurosawa hizo que todo el equipo trabajara y viviera en la fábrica incluso desde antes de empezar a rodarse la película para lograr ese grado de verosimilitud).
La película nos muestra claramente todos los problemas que estaba atravesando Japón al final de la guerra (no sólo en lo que a derrotas militares se refiere sino también en todo lo que supuso la pérdida de vidas y la ausencia de la población masculina joven de la sociedad durante aquellos años, una ausencia que es dolorosamente evidente a lo largo de todo el metraje) pero también se constituye en un magnífico documento que anticipa el profundo cambio social que tendrá lugar en Japón tras el final de la guerra, con la subsiguiente aplicación de las lealtades personales al ámbito laboral y empresarial o la adaptación de un código tan individualista como era el del Bushido de los samuráis a la colectividad, al grupo unido por un objetivo común por encima de las necesidades individuales como medio de superar la adversidad y la derrota.
Como película al servicio de un régimen totalitario, responsable de millones de muertes, no es extraño, por tanto, que también aquí el montaje recuerde al estilo de Leni Riefensthal alternando tomas largas con primerísimos planos de los rostros de las actrices y otros insertos más rítmicos o, en otras ocasiones, enfocando la atención sobre objetos que adquieren gracias a la mirada de la cámara una gran significación, mientras que, por otro lado, la composición de las escenas recuerdan mucho a las del cine soviético. Pero a pesar de ser conscientes en todo momento de todas esas técnicas utilizadas y de su finalidad, “lo milagroso es que Kurosawa, gracias a una técnica casi perfecta al servicio, no lo dudemos, de una fe nacionalista sincera, consigue hacer aceptables e incluso bellos estos materiales miserables”[16]. De hecho, el plano final que cierra la película (y que no vamos a desvelar aquí) quizás sea uno de los más emotivos de toda la obra de Kurosawa y seguramente de toda la Historia del cine.
Tras las famosas “nuevas olas” de los años sesenta y, en especial, después de la Revolución de Mayo del 68 adquiere una gran importancia el género llamado “cine político”, que no hay que confundir con el cine al servicio propagandístico de un determinado régimen o gobierno, ya que su función es precisamente la contraria, la de denuncia de un determinado sistema social o político en el poder desde posiciones ideológicamente y políticamente comprometidas. Este género no era algo nuevo pero sí fue en esta década cuando se consolidó, sobre todo gracias al impulso de cineastas italianos de ideologías de izquierdas como Antonio Gramsci.
Entre
los pioneros de este tipo de cine se encuentra Gillo Pontecorvo, quien en 1966
ya había dirigido una de las cintas precursoras del nuevo género y con un
marcado tono documental, La batalla de Árgel (La battaglia di
Algeri, 1966).
Al
principio, estos cineastas de izquierdas se consideraban herederos del
neorrealismo italiano, como Michelangelo Antonioni, quien realizaría un cine
existencial y nihilista como en su famosa trilogía sobre la incomunicación (La
aventura, L’avventura, 1959; La noche, La
notte, 1960 y El eclipse, L’eclisse 1961).
Luego,
a partir de mediados de los sesenta y principio de los setenta surgió un nuevo
grupo de cineastas italianos que intentaría romper con las formas estructurales
que imperaban en el cine desde la época del fascismo mussoliniano. Estos
cineastas desarrollan lo que llamaron un “realismo crítico” y, entre ellos,
podemos citar a: Marco Bellochio y sus duros ataques contra la sociedad
burguesa, Bernardo Bertolluci, Elio Petri y sus críticas al abuso del poder,
Damiano Damiani, Francesco Rosi o los hermanos Taviani.
Junto
a éstos también surgieron otros cineastas que intentaron hacer un cine político
desde posturas diferentes como la visión decadente y aristocrática de Luchino
Visconti, o la agresividad radical de Pier Paolo Passolini.
Pero
no hay que olvidar que, ante todo, el cine también es un espectáculo y una
industria y muchos de estos directores se encontraron con muchos problemas para
hacer un cine de hondo cariz político y que no siempre podía ser pagado por la
industria o por los fondos del partido.
De
ahí que desde finales de los sesenta se empezase a apreciar una crisis en este
“cine político” debido aciertas concesiones que los cineastas se vieron
obligados a hacer de cara a la comercialidad. Algo que no fue bien visto por
los críticos intelectuales de la época. Incluso el impresionante fresco
histórico Novecento (1975-76) de Bernardo Bertolucci y su visión
del surgimiento fascista en Italia y de la revuelta campesina obtuvo durísimas
críticas que la tacharon de simplista y maniqueísta.
Curiosamente,
el renacer del género tendría lugar en Estados Unidos especialmente durante la
década de los 70. Los norteamericanos no vieron esa contradicción entre
comercialidad y política. Los productores lo tuvieron claro: si querían superar
la competencia del cine europeo y de la televisión y atraer de nuevo al cine a
los espectadores jóvenes y rebeldes, había que atraer a cineastas jóvenes y
dejarles decir “sus verdades” de tono izquierdista y rebelde pero siempre que
aceptaran someterse a unos planteamientos más comerciales.
Nace
así todo un cine “contestatario”, que no duda en poner en la picota los valores
tradicionales y socioculturales de los Estados Unidos pero también llenos de
intereses comerciales, como es el caso de películas como El graduado
(The graduate, Mike Nichols, 1967), Easy Rider. Buscando mi
destino (Easy rider, Dennis Hopper, 1969) o M.A.S.H.
(Robert Altman, 1969) y que alcanzaría su máxima expresión durante toda la
década siguiente.
En
Europa pronto se vio el éxito de la nueva fórmula y bastantes cineastas no
dudaron en “subirse al carro”. Así lo hicieron el anteriormente más
comprometido Gillo Pontecorvo con Queimada (1969) sobre el
colonialismo británico pero con claras alusiones antiyanqui-españolas, o las
visiones denunciatorias pero a la vez claramente novelizadas de Liliana Cavani
(Galileo Galilei, 1969) o Giulano Montaldo (Sacco e
Vanzetti, 1971).
El
mejor representante del nuevo género será, sin lugar a dudas el griego
Constantin Costa-Gavras que, formando equipo con la pareja de actores Yves
Montand-Simone Signoret y con el ideólogo comunista Jorge Semprún, darán lugar
a tres obras tan interesantes como Z (1968), La confesión
(L’aveu, 1970) y Estado de sitio (État de siège, 1973).
Más tarde también dirigirá la crítica Desaparecido (Missing,
1982).
Sin embargo ni siquiera él, ante las presiones de la industria podrá evitar ir
cayendo poco a poco hacia un tipo de cine cada vez más comercial y menos
comprometido hasta llegar a caer incluso en el melodrama más descarado (La
caja de música, Music Box, 1995).
Ese
parece ser hoy en día el sino, cada vez más rendido a los intereses de la
industria, del cine político y casi olvidados ya aquellos cineastas
comprometidos de los años sesenta y setenta que, a su manera, intentaron dar su
visión de la Historia más reciente a través del cine.
Lamentamos que hayamos tenido que dejar de lado otros aspectos tan interesantes para el tema objeto de nuestro estudio como puede ser el cine documental no propagandístico, por ejemplo. Sin embargo, esperamos que este breve, y necesariamente parcial, recorrido por la Historia del cine haya sido suficiente para demostrar la importancia que este arte tiene para un mejor conocimiento de la Historia.
Como hemos
visto a través de todos estos ejemplos, la Historia, la mentalidad de una
sociedad, una ideología o un cambio político aparecen claramente reflejados en
el cine del momento. Por ello parece casi capcioso responder a la pregunta de
si el cine puede servir para estudiar la Historia. Acabamos de ver que el cine
puede ser una excelente fuente histórica, una fuente primaria, cuando es un
reflejo de las circunstancias que está viviendo una sociedad en un momento
determinado, y una fuente secundaria cuando dramatiza o reflexiona sobre hechos
que se produjeron en un pasado más o menos lejano.
En ambos casos su utilización como
fuente es válida. Ahora bien, el cine puede ser contemplado simplemente como
espectáculo o entretenimiento pero si es contemplado como fuente para el
estudio de la Historia debe ser sometido a un proceso de crítica riguroso por
parte del espectador al igual que se hace con el resto de las fuentes
históricas de un período, ya sean textuales o materiales. Ello requiere un
profundo conocimiento de los elementos compositivos del cine por parte del
espectador y también un conocimiento previo del período histórico que se está
tratando de estudiar a través del cine.
Respecto a las tres preguntas que nos habíamos planteado comentar como objetivo de nuestro trabajo, la primera de ellas, la de hasta qué punto el cine permite entender la Historia seria ha quedado contestada al ver el valor que el profesor de Historia puede extraer de determinadas películas para entender aspectos concretos del pasado con ejemplos visuales o simplemente que un alumno capte mejor la esencia del período, la mentalidad de las gentes que vivieron en esa época.
En cuanto a
cuál es el valor histórico del cine ya hemos visto el valor histórico de
determinadas cintas como El acorazado Potemkin, El triunfo
de la voluntad o incluso Rambo, sin las cuales, nuestra
comprensión de los momentos históricos que las vieron nacer sería mucho menor
sin lugar a dudas.
Por último, ¿el cine refleja la Historia o la deforma? Ni una cosa ni otra y una mezcla de las dos. El cine es a la vez drama, es espectáculo, es industria, es arte y también es Historia. Como arte es una mezcla de literatura, fotografía, arquitectura, movimiento diálogo y música. Son muchas las personas diferentes que intervienen en su elaboración. Es esta especial mezcla de elementos y su carácter de obra colectiva la que hace muchas veces tan difícil su análisis objetivo pero, también, lo que hace que su interpretación sea tan enriquecedora para el historiador pues detrás de cada película se esconde un complejo entramado de intereses económicos, personales, políticos y artísticos que, si logra ser desentrañado, puede proporcionarnos mucha más información que cualquier otra manifestación artística.
En definitiva, y citando por última vez a Marc Ferro, “el film, imagen o no de la realidad, documento o ficción, intriga auténtica o mera invención, es Historia. ¿El postulado? Que aquello que no ha sucedido, las creencias, las intenciones, lo imaginario del hombre, tiene tanto valor de Historia como la misma Historia”[17]. Sería un error, por tanto, desecharlo simplemente por la capacidad que tienen sus imágenes para hacernos soñar, sentir, llorar o reír, e incluso, a veces, escandalizarnos e indignarnos, haciéndonos olvidar, en ocasiones, que detrás de cada película, sea del género que sea, se esconde agazapada la Historia, esperando a ser descubierta por un ojo avispado.
Ricardo Ibars Fernández e Idoya López Soriano
Proyecto Clío
[1] M. Ferro: “El film, ¿un contra-análisis de la sociedad?” en Cine e Historia. Editorial Gustavo Gil. Colección Punto y Línea. Barcelona, 1980.
[2] Marías, Julián. El cine de
Julián Marías. Vol I. Royal
Books S. L. Barcelona, 1994.
[3] Caparrós Lera, J. M. “El film de ficción como testimonio de la Historia”, en Historia y Vida, nº 58, extra: El cine Histórico, pags. 177-178. Barcelona, 1990
[4] Miquel Porter i Moix: “El cine como material para la enseñanza de la Historia” en Romaguera, Joaquim y Riambau, Esteve (eds.). La Historia y el Cine. Editorial Fontamara. Barcelona, 1983.
[5] Badaña i Abadia, Pere. “¿Se aprende Historia con el cine?”, en Historia y Vida, nº 58, extra: El cine Histórico, pags.170-171. Barcelona, 1990
[6] Julián Marías. Op. Cit.
[7] Julián Marías Op. Cit.
[8] Marc Ferro en Jornades d’Historia i Cinema, actas de las celebradas en la Facultad de Geografía e Historia de Barcelona a partir de 1980.
[9] Vid. Supra Nota 1
[10] Vid. Supra nota 3.
[11] Citado en Caparrós Lera, J. M. “El film de ficción como testimonio de la Historia”, en Historia y Vida, nº 58, extra: El cine Histórico, pags. 176-176. Barcelona, 1990.
[12] Sorlin, Pierre. The film in History. Restaging the past. Blackwell. Oxford, 1980.
[13] Gubern, Román. “La imagen proletaria”, en
La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas, pag. 59.
Akal/Comunicación. Madrid, 1989.
[14] Gubern, Román. “La imagen nazi”, en La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas, pag. 96. Akal/Comunicación. Madrid, 1989.
[15] Op. Cit. nota 11
[16] Michel Mesnil. “Kurosawa” en Cinéma d’aujourdd’hui, nº 77. París, 1973.
[17] Vid. Supra nota 1.
[18] En las obras de la bibliografía se ha hecho constar como fecha la de la publicación de la obra original.