Memoria del exilio |
Sebastiaan Faber (Oberlin College, EE.UU.)
“Nos han borrado del mapa”, le dice un exiliado español en México a un compañero suyo en “El remate”, uno de los mejores cuentos de Max Aub, publicado por primera vez en 1961, en su revista personal Sala de Espera. La frase resume la tragedia de todo exilio. El exiliado es silenciado, ninguneado, excluído; pero su exclusión no es sólo territorial. El “mapa” del que habla el personaje de Aub se refiere, por sinécdoque, a todo un proceso histórico en el que, de un día para otro, el exiliado deja de participar. Para un escritor, el destierro significa que le borran del mapa cultural: le roban de su público, de los periódicos y revistas y, por supuesto, de su lugar en las historias de la literatura.
Le
está vedada, en otras palabras, toda la esfera pública, el espacio en donde se
constituye y desarrolla esa compleja entidad que llamanos la comunidad nacional.
Ésta fue quizás la peor condena para los escritores que tuvieron que exiliarse
después de la derrota republicana en 1939. Aub, al menos, lo sintió así. En
1951 escribe en su diario: “Me roe como nunca la falta de público: al fin y
al cabo, mi fracaso” (Diarios 192).
Aquí me propongo investigar las estrategias adoptadas por Aub para hacer frente a esta problemática. Mi argumento será que Aub fue uno de los pocos escritores que supo aprovechar la precaria condición del exilio para desarrollar una escritura original, experimental y altamente comprometida, sin dejarse tentar por la retórica mitificadora, ni por la parálisis creativa que afectó a muchos de sus compañeros exiliados. Como veremos a continuación, a Aub la condición “ficticia” de la existencia desterrada le sirve para liberarse de la rígida separación entre ficción e historia, y para entregarse a la invención de historias paralelas, imposibles pero más justas que la historia real. Así se venga, en cierto modo, de la la “mala pasada” que la historia verdadera le jugó a la utopía de la Segunda República española.
—Bien.
—¿Qué vas a hacer?
—No lo sé.
—Te juro que no lo
sé. Si por lo menos hicieran burla o mofa. No. Sin querer le dejan a uno solo.
Me desconoció, mirándome como extraño. Nos han desahuciado. (259)
¿En qué libro que
trate de la novela española contemporánea me ves citado? … Ninguno de estos
muchachos que empieza ahora ha leído nada mío, ni conocen el santo de mi
nombre. Les suenan —algunos— los de aquellos que publicaron antes del 36. / Los
demás nos pudrimos, desaparecemos. Porque, como es natural, tampoco en Méjico
somos nada. (261)
Éste es el problema: las
obras del escritor exiliado no dejan huella; no hay constancia o registro de su
vida y actividad creadora. Y así la existencia exílica se vuelve precaria: a
falta de resonancia o confirmación, la vida misma se presenta tan insegura como
la de Augusto Pérez, personaje nivelesco de Unamuno. Es decir que, más allá de
sus dimensiones políticas, el exilio se convierte en dilema existencial. En una
de sus muchas conversaciones, Remigio le pregunta al narrador si se acuerda de
cierta comedia francesa sobre “un profesor, … un erudito, que dedica su vida a
no sé qué arte extraño, basado en documentos falsos” y cuya obra completa “se
derrumba a la vejez, sin remedio”. “Aquello era teatro”, le contesta el
narrador, a lo que Remigio responde, recalcando la ironía: “Pero lo nuestro es
verdad” (260).
Para Remigio,
la vida del exilio es tan falsa y ficcional como los documentos de este
profesor. Michael Ugarte ha argüido, precisamente, que el exilio es un estado
que, por antonomasia, tiende a borrar las fronteras entre historia y ficción:
“the life of exile”, dice, “is, in many ways, the life of fiction” (25). En “El
remate”, Remigio expresa este dilema en términos que recuerdan a Jorge Luis
Borges y sus senderos vitales que se bifurcan. “Si fuéramos perfectos y a
semejanza de Dios”, dice, “seríamos dos en uno. Uno, el que somos; otro, el que
debimos ser. … Un Remigio que aguantó en Madrid lo que había que aguantar ¿es
lo mismo que este Remigio americano que puede hacer más o menos lo que quiere?”
(264). Le atormenta la duda: ¿cómo habría sido la vida si uno se hubiera
quedado?
Al Remigio de “El remate”, esta duda, y la conciencia de esta existencia ficcional, se le hace insoportable y acaba suicidándose. El narrador, como se ha sugerido, se salva gracias a una actitud resignada. El propio Aub, sin embargo, sigue un camino diferente. No se puede decir que se resignara al hecho del exilio; a finales de los años 60 su rabia era, por así decir, tan fresca como en los años 40. De visita en España en 1969, todavía se confiesa consumido por “la furia del amor hacia un pasado que no fue, por un futuro imposible” (Gallina 311).
Al mismo tiempo, Aub fue uno de los pocos autores del exilio que supo
convertir esta furia en energía creativa. Como se sabe, Aub se exilia a Francia
en 1939, después de rodar la película Sierra de Teruel, basada en la
novela L’espoir de André Malraux. Falsamente
denunciado como comunista, pasa varios años en campos de concentración en Francia
y África, hasta que por fin, en 1942, puede embarcarse rumbo a México.
Desde el
principio de su destierro, Aub supo evitar la retórica grandilocuente y las
tendencias mitificadoras que predominaban en gran parte de la producción
textual de sus compañeros exiliados. Escritor comprometido, siempre sintió como
obligación suya dar cuenta de lo que vio y vivió durante la guerra civil y
después; pero su gran sentido del humor y de la ironía, su admirable capacidad
distanciadora, le permitieron cumplir esta tarea mejor que nadie. Formado
literariamente por la vanguardia de los años 20, interpretó el dilema
existencial del exilio como una licencia para dedicarse a la experimentación,
en un intento sistemático por derrumbar los muros entre la ficción y la historiografía.
Su magnum opus, la serie del Laberinto mágico, es una obra
historiográfica en forma de novela y guión cinematográfico; Jusep Torres
Campalans (1958), una biografía apócrifa de un pintor inexistente, es
ficción disfrazada de verdad.
Así también “La
verdadera historia de la muerte de Francisco Franco”, su cuento mejor conocido
y más antologado, parte de un punto de vista ucrónico. Como se sabe, el texto
relata la historia del camarero mexicano Nacho Jurado Martínez, que mata a
Franco tan sólo para liberarse de los maleducados españoles que invaden su café
y le amargan la existencia profesional. Vale la pena detenernos un momento para
aclarar desde qué lugar de enunciación nos habla el narrador. Hacia el final
del texto, éste afirma presentarnos con una verdad que ha permanecido oculta
por mucho tiempo, y que sólo ahora se revela gracias a sus entrevistas con
Nacho. “Nunca se supo cómo [alguien
pudo asesinar a Franco]”, escribe; “hasta ahora se descubre, gracias al tiempo
y mi empeño” (222). Según la historia hipotética del cuento,
Franco fue matado en julio de 1959. En aquel momento, Nacho, nacido en 1918,
tenía unos 41 años. Al entrevistarse con el narrador, sin embargo, el mesero es
“ya muy viejo, duro de oído” y, jubilado, ha vuelto a Guadalajara. No sería
ilógico suponer que, al revelarle la verdad al narrador, Nacho tiene unos 65
años. Esto nos permite situar el momento de la narración a principios de la
década de los 80—es decir, mucho después de la muerte del propio Aub. El
cuento, por cierto, fue publicado en 1960.
Ahora bien,
¿quién es este narrador futuro? ¿Es español o mexicano? También aquí Aub se
transciende a sí mismo. El narrador no es de México —”Usted no es mexicano,
¿verdad?”, le pregunta Nacho— pero nada nos indica que sea uno de los
intelectuales españoles de los que se burla el cuento. En casi todo el texto,
la focalización es la del mesero. Esta perspectiva le permite al narrador
mofarse de la “absoluta ignnorancia americana” de los españoles, que además no
tienen idea del “caudal de odio” que albergan hacia ellos los mexicanos. “Ni
alcanzarían a comprenderlo”, apunta el narrador,
Los españoles, dice, discuten
el futuro “enquistados en sus glorias multiplicadas por los espejos fronteros
de sus recuerdos” (222). Malgastan, agotan sus energías en hablar del pasado y
en formular hipótesis estériles: “Si los murcianos no hubieran empezado a
gritar: ¡estamos copados!” . . . “Si el gobierno no hubiera salido de Naja…”
Ahora bien, puede uno preguntarse hasta qué punto el propio Aub se distingue de sus compañeros en este sentido. A fin de cuentas, también este texto parte de la pregunta qué habría ocurrido si alguien hubiera logrado matar a Franco. Aquí quiero argüir, sin embargo, que los juegos parahistóricos de Aub logran liberarse del estancamiento histórico e ideológico propios del destierro. Al construir, ficticiamente, una historia paralela, más justa, contada desde el futuro, el texto de Aub se vuelve útópico en el buen sentido de la palabra. Es éste el sentido en que lo usa Paul Ricoeur, inspirado por Karl Mannheim, en sus Lectures on Ideology and Utopia. Para Ricoeur, la utópico consiste en imaginar un lugar de enunciación futuro desde el cual juzgar el presente, y así escaparse de —y cuestionar— los límites ideológicos del aquí y ahora. Si la utopía es el no-lugar, dice Ricoeur, “[f]rom this ‘no place’ an exterior glance is cast on our reality, which suddenly looks strange, nothing more being taken for granted” (Ricoeur 16).
Ahora bien, ¿en qué consiste precisamente el efecto crítico de esta mirada virtual desde el futuro? Aquí vale la pena salir un momento del territorio de las letras hispánicas e ir a la obra de un inglés hispanófilo. En un artículo sobre la novela 1984 de George Orwell, un crítico ha sugerido que es una equivocación considerarla como una obra distópica, como se ha tendido a hacer, porque esa caracterización subestima los posibles aspectos revolucionarios de la obra. Bien mirado, arguye Frank Winter, la estructura narrativa de la obra presupone una distancia histórica cuya precondición es, precisamente, el fin de la era del Big Brother (Winter 51-54). Llama la atención, concretamente, que el apéndice sobre las características de la “Neolengua” esté escrito en tiempo pasado y, además, en la “vieja lengua” que el régimen pretendía abolir —”Neolengua era la lengua oficial de Oceanía . . . Se esperaba que la neolengua reemplazara a la vieja lengua (o inglés corriente, diríamos nosotros) hacia el año 2050” (Orwell 241, énfasis mío). Pues bien, de la misma manera que el narrador de 1984 nos cuenta su historia desde una época post-totalitaria, así también el texto de Aub se narra desde un postfranquismo hipotético. Este postfranquismo es plenamente vivido por el lector implícito: “Parece inútil recordar”, escribe el narrador, “los acontecimientos que, para esa época [a principios de los 60], se habían sucedido en España” y que culminaron, siempre según el cuento, en “el advenimiento de la Tercera República” (229).
Por supuesto, las estrategias empleadas por Aub —la construcción de historias paralelas a partir de hipótesis probables pero, en retrospectiva, falsas— son las que informan casi toda forma de realismo literario. Y, en efecto, se puede decir que este meollo utópico es inherente al fenómeno que llamamos ficción. Aunque es verdad que la ficción en sí puede servir tanto para mistificar como para desmistificar —puede montar y desmontar ideologías al mismo tiempo— se podría argüir que la particular naturaleza de la ficción hace difícil emplearla para sostener una ideología, cualquiera que sea, de una forma sencilla y pura. Al fin y al cabo, el mecanismo que hace posible la ficción es, de por sí, altamente ambiguo. Bien mirado, es casi esquizofrénico: pide al lector creer y no creer al mismo tiempo, asumiendo la referencialidad de la narrativa sin dejar de guardar cierto escepticismo con respecto al valor real de esa referencialidad. Este escepticismo implícito hace que todo acto ficcional, hasta el más ingenuo, implique cierto grado de autoconciencia (Eagleton 191).
De hecho, la ficción no sólo invita a la famosa “suspension of disbelief” de Coleridge, sino que también invita al lector a suspender su fe: al aceptar el mundo ficcional, hasta cierto punto, como verdad, introduce una duda, por más pequeña que sea, respecto al valor referencial del supuesto discurso no ficcional del cual toda ficción se nutre. En cuanto toda ficción depende de la imaginación de otro mundo, otra realidad, y del cuestionamiento del mundo actual, contiene una potencial crítica de las ideologías que sostienen a éste. Contienen, en otras palabras, lo que Jameson llamaría un impulso utópico (293). Así, en el contexto particular del exilio, los cuentos parahistóricos de Aub, contados desde un lugar de enunciación ucrónico, aparecen como un viento fresco de energía utópica. Son textos que denuncian y se liberan de la parálisis creativa que suele producir el destierro, es decir, la condena al silencio.